martes, 24 de abril de 2012

¿Capturado o rescatado?



Entre los libros que F&G Editores “liberó” el viernes 20 de abril como parte del “book crossing” promovido por la Gremial de Editores estaba La posiblidad de Miia Hakala del escritor españo Alberto Torres Blandina.
El libro fue dejado “olvidado” por una pasajera de uno de los autobuses que circulan por la Calzada Roosevelt. Pero al dejarlo olvidado, ella no bajó de inmediato del autobus sino que solo se cambió de lugar, quería ver qué pasaba con el libro. Lo primero que observó fue que el policía que iba custodiando al piloto vio hacia el asiento una vez, dos veces, pero no se tomó la molestia de acercarse y tomar el objeto olvidado.
En la siguiente parada del autobús subieron al mismo un hombre adulto y una mujer joven, aparentemente su hija. Ambos dirigieron sus miradas hacia el asiento sobre el cual estaba abandonado el libro, expectante de cuál sería su futuro inmediato. Padre e hija intercambiaron miradas, inseguros de qué hacer con el tesoro abandonado. Finalmente la joven mujer se atrevió, lo tomó en sus manos, le vio la portada, la contraportada, el lomo. En su actitud se ponía de manifiesto mucho desconcierto, no sabía que hacer.
Luego de un ligero momento de titubeo abrió el libro y por la sonrisa que le regaló a su padre se deduce que leyó la etiqueta que decía: “Este libro es para que usted lo lea y lo comparta una vez lo haya leído”.
No fue posible deducir si padre e hija decidieron que no podían apropiarse de un libro abandonado, o si el policía se percató de que podía ser algo interesante, para leerse, o para incluirlo en su reporte diario; lo cierto del caso es que lo último que el abandonador de “La posibilidad de Miia Hakala” pudo ver fue cuando la joven mujer le entregó al policía el libro.
Han pasado más de 72 horas y no hemos recibido ningún mensaje que nos informe del aparecimiento con vida y posterior adopción de “La posibilidad de Miia Hakala”. Tampoco hemos recibido llamadas teléfonicas extorsivas donde nos pidan dinero a cambio de la devolución del extraviado. Oficialmente, de parte de la Policía Nacional Civil nadie se ha comunicado con nosotros para informarnos del aparecimiento de un objeto de nuestra pertenencia; y extraoficialmente tampoco hay operativos de vigilancia en torno a nuestras oficinas por realizar actividades sospechosas en autobuses urbanos. Los libros siguen siendo sospechosos.

domingo, 22 de abril de 2012

Viaje hacia la noche, Marco Antonio Flores (fragmento)




El amor y la muerte

¿Cómo entienden las mujeres el mundo? Nunca lo he sabido. Incluso ahora que recuerdo mi vida no lo­gro encontrar una señal que me dé certeza a esa interrogante. Sólo intuyo. Y mi intuición no me con­duce a ningún lugar. Ellas se mueven como en la sombra, construyen sus propios espacios cerrados a los cuales el hombre no alcanza penetrar. Un hom­bre y una mujer enfrentados en la unidad son dos des­conocidos. Cada uno traza su propio camino y estos quizá jamás se encuentran. Así que lo que uno busca en ellas es lo desconocido, lo extraño, el mis­terio; el que si alguna vez logra esclarecer va a alcan­zar el conocimiento y la sabiduría, nunca la felici­dad; porque el descubierto al verse desnudado se con­­vierte en enemigo del otro.
Aquella muchacha que había logrado desatar los nu­dos que me unían a la señora –como la tildaba mi madre–, era extraña, era un misterio, el misterio. Cuando la conocí navegaba con la careta de la felici­dad. Pero siempre supe, no sé por qué, que era una máscara, un gesto falso, impostado. La primera vez que la vi subía las escaleras del Conservatorio Nacio­nal de Música tomada de la mano de un amigo; más bien, de un compañero mío de la Facultad de Medi­cina. Ambos tenían alguna experiencia en el queha­cer teatral. Así que aquella noche llegaban para ini­ciar los estudios en la Escuela Nacional de Teatro. También yo estaba ahí para eso. Cuando los vi tren­zados de la mano intuí alguna falsedad en aquella forma de ligarse físicamente, pero que sólo era eso: la superficialidad de un gesto que explica la inca­pacidad de la unión interna, esencial, entre dos seres que navegan por la realidad con una bandera que los protege de sí mismos y de los demás. Mi com­pañero parecía más seguro de lo que sentía; ella tenía la mirada perdida, como si estuviera refugiada en una barca extraviada en medio del océano des­pués del naufragio de la nave en la que viajaban. Me la presentó y ella me tendió la mano pero no me miró. Era preciosa, menuda, indefensa exteriormen­te, pero se adivinaba en su interior una fuerza incon­trolable que me sorprendió y me asustó. Asumí la relación sin ninguna convicción. Y se mantuvo mu­cho tiempo así, de lejos, de muy lejos. Yo por enton­ces vivía con intensidad aquella relación con la mu­jer casada que me sacaba diez años de edad. No lograba fijarme ni en el rostro ni en los gestos ni en las angustias y frustraciones de otra mujer, fuera esta quien fuera.
Pasaron muchos meses y diariamente miraba sin mi­rar la misma imagen: una pareja que subía las es­caleras tomada de la mano, en la que uno de los dos man­tenía siempre esa actitud hierática e indiferente ante la solicitud, el enamoramiento, la deferencia y el obvio amor de su pareja. A instancias del mu­chacho, del novio, decidimos iniciar el montaje de una obra teatral fuera de los marcos de la Escuela. Pa­ra aquello organizamos el grupo y buscamos y en­contramos la obra adecuada para su montaje. Un grupo teatral que está preparando la puesta en esce­na de una obra se convierte en un crisol en el que todos sus componentes forman una mezcla que poco a poco se va convirtiendo en una masa consistente que se utiliza para construir una unidad expositiva. Para lograr esto, los miembros del grupo deben esta­blecer una corriente intensa entre todos ellos. Ella no alcanzaba a encajar. Siempre estaba en otra gala­xia. Aquello comenzó a atraerme, a inquietarme, hasta que un día desapareció, no llegó al ensayo. Luego de dos días de ausencia que nos estaban desa­justando la unidad y la continuidad del trabajo, su com­pañero nos confió la razón: aquella niña de dieciocho años había intentado suicidarse. La impre­sión del grupo fue tal que en ese instante se suspen­dió el montaje. Pero a mí aquello me descolocó. En mi experiencia no tenía un antecedente trágico de esa dimensión. Es más, incluso cuando a los veinte años yo había decidido, muy prematuramente, que cuando mi vida la considerara sin sentido yo termi­naría con ella, aquello me traumatizó. Por primera vez reparé en ella como ser humano, como mujer. Aquella noche tardé mucho en dormirme, pensaba re­currentemente en ella y en su intento de suicidio. ¿Qué podía haberla llevado a aquello? ¿Qué terrible ra­zón habría para que lo hubiera intentado? ¿Cómo, de qué forma lo había hecho?
Al día siguiente nos reunimos en la platea, frente al escenario donde ensayábamos para discutir sobre el futuro de nuestro trabajo. La obra de Dino Buzatti se cancelaba definitivamente, pero ¿qué haríamos de ahí en adelante? Mientras se hablaba de aquello yo seguía pensando en la muchacha suicida. Al final, cuando llegamos (o más bien, llegaron) a con­clu­siones, yo propuse que nos fuéramos a una can­tina cercana a bebernos un trago. Aceptaron. Mi plan estaba en camino.
Compartimos charlas sobre teatro y otras preocu­paciones comunes; en el momento menos esperado le pregunté a mi cuate de la Facultad y novio de aquella niña ¿cómo intentó suicidarse tu novia, y por qué? Él pegó un respingo y los demás se calla­ron, asombrados. Pensé que nunca me iba a respon­der. Luego de un corto pero intenso silencio comen­zó su relato: “No es la primera vez. Hace alrededor de un año y medio su padre abandonó la casa por otra mujer. Dejó a la familia, su mujer y cinco hijos ca­si en la indigencia; no volvió a ocuparse de ellos, ni del pago del colegio, ni la alimentación ni la ropa: na­da. Tuvieron que rentar la casa donde vivían y, en los últimos cuartos del fondo, hacinarse, constru­yendo una cancel de madera para separar las vivien­das. Yo tuve que hacerme cargo de muchos de los gastos porque ella ya era mi novia. Fue entonces que se decidió nuestro casamiento. (Aquella noticia me conturbó todavía más). Una noche recibí un lla­mado de la madre, quien angustiada me avisó que su hija estaba en el hospital, que había intentado ma­tarse ingiriendo una gran cantidad de pastillas para dormir: que la habían llevado de emergencia al hospital en donde le habían hecho un lavado y que ahora estaba en terapia intensiva porque no se sa­bía aún si sobreviviría. Desde entonces vivo en un hilo. Desde que me levanto hasta que me acuesto vi­vo pendiente de ella. Se me ha convertido en una ob­sesión. Intento darle todo lo que soy y todo lo que tengo. Pensé que con mi entrega ella lograría superar la carencia y el abandono de su padre. Cons­truí un segundo piso para colocarle un hermoso dor­mitorio y que dejara el hacinamiento con sus her­manos. Entre ellos se ha despertado un odio mu­tuo intenso y destructor. Ahora ya no sé qué pensar. Anoche volvió a intentarlo ingiriendo somníferos en gran cantidad y un cuarto de aguardiente. La salva­ron de milagro.”
Cuando terminó su relato aquel hombre de vein­ticuatro años, un año mayor que yo, estaba llorando. Yo no lograba develar lo que sentía. Estaba fuera de mí. Era otro enfrentado a mí. No quería sentir lo que sen­tía. No quería descubrir mi miseria humana. Pero muy en el fondo de mí sabía que sentía una atracción en­fermiza por aquella tragedia cargada de muerte y por su víctima.
Pasaron algunas semanas y una tarde, minutos an­tes de que dieran inicio los cursos en la escuela de teatro, vi aparecer a aquella pareja subiendo las es­caleras tomados de la mano. Sentí que la cólera me subía por el esófago y se me alojaba en la gargan­ta. Fue algo inesperado, jamás me había importado. Sentí envidia y, finalmente, el cuerpo se me aflojó y me recosté en la pared con la espalda flácci­da. Hasta a mí llegaron ambos. No los quería cerca pero me rodearon, como acosándome. Miré los ojos de ella y me asusté. Comprendí que él le había con­tado acerca de mis preguntas en la cantina y me sentí atra­pado. Sus ojos, que jamás levantaba para mirar a nadie estaban fijos en mí. Algo se me desprendió den­tro y supe que estaba atrapado. Comprendí que no podría escaparme y el cuerpo se me lle­nó de alegría y de energía, fijé mis ojos en los su­yos y acepté lo que me ofrecía.
Durante varios días deambulé dentro de mí in­tentando explicarme lo que me había pasado. Me sen­tía traidor. Traidor a todo y a todos. Pero no podía desprenderme de su mirada. Llegaba a la es­cuela y me sentaba hasta atrás, para no mirarla. Pasa­ba las tardes haciendo el amor furiosamente con la señora (como le llamaba mi mamá), pero al llegar y mirarla me olvidaba instantáneamente de todo. Has­ta que me cansé de mí mismo y de mis extraños procederes; me cansé y comencé a planificar la for­ma de llegar a ella sin que mi amigo lo sospechara, y menos se enterara de ello.
No hubo necesidad. Una mañana, como a las sie­te y media, cuando acababa de llegar de deambu­lar toda la noche por cafés y cantinas tratando de recordar y de olvidar sus ojos, tocaron a la puerta. Abrió mi madre, subió las gradas y tocó la puerta de mi recámara. Adormilado pregunté que quería tan temprano. Te buscan. Quién. Una mucha­chita. Enfa­tizó la palabra y en su tono se adivinaba una alegría extraña. Me levanté y me vestí; salí, me la­vé la cara en el baño que quedaba al lado de mi ha­bitación y bajé las escaleras. Al pie estaba mi ma­dre. Dónde está y quién es. Es una niña preciosa y está en la sala. Cuando me asomé la encontré sen­tada en el sillón. Sentí un golpe en el estómago y una erección inicial que me obligó a sentarme. Nos fui­mos caminando despacio hacia el instituto donde es­tudiaba. Durante todo el camino no hablamos. En la tarde, a la hora de salida del estudio, llegué por ella. Mi mente estaba en blanco. Durante todo el día intenté pensar en lo que haría pero siempre termina­ba pensando en la señora, en mi amigo, en mi capa­cidad de traición y miseria. Caminamos de nuevo en si­lencio. Pasamos enfrente de mi casa. Ella vivía a unas cinco o seis cuadras. Llegamos al Cerro del Car­men y no seguimos hacia donde ella habitaba. Su­bimos la colina y nos sentamos en una banca anti­gua de piedra que estaba debajo de una tupida enra­mada. Juntos, adheridos, amalgamados, sin mover­nos. Subí el brazo y le rodeé el cuello. La besé.


Otros enlaces: 


viernes, 20 de abril de 2012

Tikal Futura, por Ángel Elías




Tomado de Prensa Libre, 20 de abril de 2012, página 54.

En el relato, Galich sumerge al lector en un país que tiene dos lugares habitados, los de Ciudad de Abajo y los de Ciudad Arriba. Se desarrolla en la Guatemala del futuro, donde la población fue dividida en dos. Unos habitan el mundo contaminado y oscuro, y otros, los privilegiados, están en un complejo habitacional en las alturas. Muy pocos se percatan de lo que sucede en ambos mundos.
Es una representación crítica de los valores actuales y los estratos sociales existentes.

Más del relato 
Galich, de manera hábil, disfraza su denuncia, dibujando su narración en una Guatemala ficticia donde “los de arriba” pretenden construir un complejo turístico y vacacional llamado Tikal Futura.
Este entretenimiento incluye caza de personas, violaciones y esclavitud, todo dirigido hacia “los de abajo”. Con pasajes sádicos y sanguinarios, los primeros someten a la población que no tuvo el privilegio de ingresar en la ciudad del mundo superior.
Es una visión literaria, aterradora y nada alentadora del futuro de los países centroamericanos. Utiliza los recursos del Popol Vuh para explicar pasajes del relato y los mezcla con un futuro sombrío.
El relato dibuja de manera muy particular la relación de clases sociales en los países del istmo.
Dentro de la trama hay figuras literarias que nos recuerda mucho las persecuciones del tiempo de la guerra interna en Guatemala: sociedades convulsas que buscan la igualdad de oportunidades y de trato.
En otra parte de la novela se forma un comando de rebeldes que luchan por equilibrar la desigualdad social.
Esta novela es un proyecto arriesgado, por lo que implica escribir sobre el futuro. Las relaciones sociales y humanas en su conjunto hacen de esta novela una agradable lectura.

Viaje hacia la noche, revista Weekend, Prensa Libre

A caballo entre filosofía y narrativa, Marco Antonio Flores reflexiona en este documento acerca de su vida. No pregunta, como los antiguos filósofos, pero responde sin ambajes ni temores acerca de las más clásicas preocupaciones existenciales. Es una obra "de senectute" que a pesar de pretender exhibir la oscuridad de un ser humano, a la larga sirve o podría servir para iluminar el derrotero de otros. Tal vez se resuma en una frase que cita Kazantzakis: "No creo en nada. No espero nada. Soy libre".

Revista Weekend, Prensa Libre, 20 de abril de 2012, página 4.

jueves, 19 de abril de 2012

“Fue querer practicar la democracia y al mismo tiempo practicar la guerra”, entrevista a Edelberto Torres-Rivas por Oswaldo Hernández

“Fue querer practicar la democracia y al mismo tiempo practicar la guerra”, entrevista a Edelberto Torres-Rivas por Oswaldo Hernández

 

Esta entrevista fue publicada originalmente en Plaza Pública (http://plazapublica.com.gt/content/fue-querer-practicar-la-democracia-y-al-mismo-tiempo-practicar-la-guerra)

 



En Centroamérica hubo una victoria, un empate y un impasse. Una Revolución (Nicaragua) e intentos revolucionarios (El Salvador y Guatemala). Estos últimos no del todo exitosos ni fracasados, pues como advierte el sociólogo e investigador, Edelberto Torres-Rivas, “ya no es válido el dictum de Kissinger: ‘guerrilla que no pierde, gana; y ejército que no gana, pierde’”. Hubo, sí, como Torres-Rivas analiza en su último libro, Revoluciones sin cambios revolucionarios, escenarios de profundidad: circunstancias, actores, detonantes y, desde luego, el meollo particular de la lucha por la democracia.

Con voz cansada que confía antes en lo ya escrito que en lo nuevo que pueda o tenga que decir, Edelberto Torres-Rivas propone mejor una entrevista directa a su libro y no ya con el autor. Se intenta, no obstante, que los cinco capítulos de su libro conformen un hilo conductor, una guía, reforzada con sus palabras y refuerzo su talante desgastado. “No es una investigación en el sentido empírico de búsqueda de datos, sino una ordenación e interpretación de relatos, cifras y datos que otros investigadores recogieron o produjeron”, dice, y agrega que también: “hay críticas, además, provocadoras, que poco van a gustar”.

De igual manera, hay aportes.

Este último trabajo de Torres-Rivas es un tándem entre historia y sociología. Entre contextos específicos y análisis pertinentes. Una reflexión, un intento de desenmarañar lo que aconteció y cómo. Qué actores, poderes e ideologías se mantuvieron en pugna. Intentos revolucionarios, en principio muy parecidos pero en definitiva con resultados distintos. “La idea central es de doble faz, la necesidad de revolución y la imposibilidad de realizarla”, aterriza el autor.

Es entonces una historia de elites, militares, proletariado, campesinos, iglesia, alrededor de un Estado a veces fuerte y otras, débil, con rasgos terroristas, así como la narración del ubicuo pero subrepticio interés de los norteamericanos por el control de la región en plan anticomunista.

Si hay que plantar inicio, Edelberto Torres se remonta al primer concepto del Estado centroamericano, el cafetalero, finquero y terrateniente, liberal, que de 1871 a 1930, comenta, era “una agricultura de exportación, con algunos rasgos capitalistas (industrializado) y otros pre-capitalistas (colonial)”. Es decir, era dos cosas a la vez.

¿Es así como las elites van comprendiendo el Estado, su herencia, su capacidad reaccionaria?
–La oligarquía es el resultado de una contradicción doble. Apoyaba formas económicas precapitalistas que le daban atraso, y también modelos capitalistas que le dejaban competir en el exterior. Llamarla ya oligarquía era una forma de gobernar. Un estilo de vida además. Las elites han tenido una comprensión sistemática sobre el Estado, siempre.

¿Pero las primeras exigencias democráticas al menos les impusieron una prueba?
–Las vieron, ciertamente, como una amenaza total al sistema político que conocían. Superando el estancamiento provocado por la crisis económica mundial, periodo posterior a 1945, empezó la crisis política del orden oligárquico liberal. Profunda porque el desafío surgió desde abajo y desde afuera. Las masas populares derribaron las dictaduras militares en El Salvador y en Guatemala (1944). En Nicaragua, el descontento social se expresó en el primer desafío del Partido Conservador contra el régimen de Somoza (1945).
Por eso, en el orden de las cosas, este libro halla necesidad en detenerse, meditar y establecer pausas sobre este acontecimiento histórico y otros. Se trata, en primera instancia, de lo que siguió a las revoluciones de 1944 de Centroamérica, estas revoluciones que el analista ubica como “proyectos nacionales populares” y que fueron derrotadas. “Fueron la estructura agraria, la finca y las relaciones pre capitalistas las que lo impidieron”, argumenta.
De ello, de esa década entre 1944-1954, al menos quedarían remanentes de democracia. Como señala enérgico el autor, “no se produjo una abierta restauración del pasado liberal-oligarca en su expresión más negativa, un regreso al ubiquismo. Varios rasgos del cambio reformista se mantuvieron, a tono con como se operaba en toda Centroamérica. Las raíces de la nueva crisis revolucionaria, no obstante, se ubicaron ahí”.

DE LO LIBERAL A LO DESARROLLISTA
Hubo, aún se recuerda, una nueva crisis económica a finales de los sesenta: la deuda externa. Y en Centroamérica tuvo efectos profundos, sociales, ciclos críticos.
Sin embargo, como explica el sociólogo, en los países del istmo, “el ciclo crítico se fortaleció con el crecimiento económico y no con su crisis”. Y como resultado hubo cambios en la estratificación social. Las clases medias emergieron, hubo organización sindical por parte de los obreros y el campesino (ahora sin tierra) se convirtió en un trabajador agrícola transitorio, semiproletariado. “El boom modernizador fue una experiencia nueva del reparto desigual del bienestar”, señala Torres-Rivas. Un contexto al que el investigador añade que “así como a la clase obrera le gusta autodefinirse por sus intereses, a la burguesía no y es siempre desde el exterior que se le califica”.

En la transición del Estado liberal a uno desarrollista, en los años sesenta, ¿fue natural que las “oligarquías” evolucionaran en “burguesías”?
–Aquí nos pasó lo peor que podía suceder en aquel entonces, las mismas familias del sector cafetalero invirtieron en la industria. Cambió así el factor de sus intereses. Industria y agricultura, juntas, alteraron las relaciones y las estructuras sociales. La oligarquía se reafirmó en forma de burguesía y su producción se volvió más sofisticada. En consecuencia se crea un nuevo modelo de Estado. El Estado en Centroamérica empezó a dejar de ser liberal con formas traumáticas y fue desarrollista con dificultades, a medias.

La página 163 literalmente dice: “y apareció el burgués trípode… Esta criatura deforme no podía ser democrática pues retuvo el alma oligárquica y los modales autoritarios, el rostro burgués pero el corazón en la hacienda, amor por lo extranjero, miedos a la movilización popular”. ¿Cómo es/era la existencia de esta burguesía?
–Esta burguesía retrasada perfila mejor su existencia cuando se organiza gremialmente como grupo de interés social, es decir, cuando corporativiza sus intereses frente a los poderes públicos y desde la sociedad. Ejemplos de esta entidad son Fundes en El Salvador, Consejo Superior de la Empresa Privada en Nicaragua (Cosep) en Nicaragua y el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (Cacif) en Guatemala, poderosas en fuerza corporativa de los intereses reunidos políticamente y altamente sensibles frente a iniciativas fiscales, sociales, laborales que les atañe. La burguesía completa su identidad cuando se defiende como clase y no sólo como gremio, desarrollada con ocasión de las luchas revolucionarias que debieron enfrentar.

En una sección de análisis, el libro plantea una condición interesante para entender las revoluciones en Centroamérica, una diferencia, una distinción entre “luchas de clases” y “luchas nacionales populares”. ¿Por qué?
–La experiencia de Nicaragua es iluminadora porque los sandinistas formaron pueblo, pues su éxito movilizador fue la habilidad para atar una ideología antimperialista, profundamente nacional, como la figura de Sandino, con un sentimiento antidictatorial, representado en la figura de Somoza. La revolución no fue socialista sino democrática-popular. Lo ocurrido en Guatemala fue distinto por la dimensión étnica, que sólo se clarifica después de la derrota. La gran innovación fue el rasgo étnico, que tiene reivindicaciones más nacionales que clasistas, radicales, porque la participación indígena, que se quedó en el comienzo, fue el anuncio prefigurado que aquí ocurriría un cambio profundo. La historia de El Salvador ofrece una cadencia opuesta, el Estado oligárquico fue un poder militar, su sentido de clase se acentuó por su alta concentración familiar, multisectorial; frente a esta elite se desarrolló un movimiento popular que pasó del sindicalismo artesanal y luego del obrero a lo político-militar. El farabundismo no se articuló nunca como una identidad nacional. En Guatemala y El Salvador la lucha fue de clases. En Nicaragua, democrática popular.

¿Cómo entender una “lucha de clases” en el sentido del campesinado guatemalteco cuando se le ubica también como etnia?
–Los indígenas no son clase, son un sector nacional. En la lucha de clases no hay distinción de la etnia. La crítica que yo hago es que la guerrilla se pasó años metida en la selva tratando de incorporar al indígena no como campesino, sino como indígena. Y los dejaron abandonados. El factor para no incluir a este sector no lo he estudiado a profundidad. Pero puede ser por dos motivos: 1) El indígena siempre fue aprehensivo con su cultura, y temeroso de los extraños. Lo que no generó relaciones de confianza. 2) O no plantearon bien las cosas. Para enfrentar al terrateniente hay que entenderse como campesino y no como indígena. Pero no vale la pena. No es lo más importante en el libro.

Usted indica que el modelo en Centroamérica fue el de revoluciones urbanas en sociedades rurales.
–La única insurgencia victoriosa, la de Nicaragua, no reprodujo el modelo campo-ciudad de Cuba, los sandinistas pelearon sus éxitos en ciudades del interior y no en la sierra y su tropa de combate era esencialmente urbana.          El recorrido de la insurgencia salvadoreña y guatemalteca fue heteróclito y ambiguo. ORPA tenía un 90 por ciento de campesinos indígenas en sus filas pero ninguno en la comandancia; su dirigencia elaboró propuesta en torno a la discriminación racial.

Se crítica, también, la cuestión ideológica de la guerrilla.
–Al plantear una ideología socialista como principio de la lucha, la guerrilla se cerró. Más de 20 países en Latinoamérica quisieron reproducir lo que había sucedido en Cuba. Ninguno se detuvo a analizar, por desinterés, falta de tiempo, o irresponsabilidad, que la revolución cubana no inició anunciando que era socialista. La del “26 de julio” fue esencialmente una lucha antidictatorial que contó con el apoyo, así reconocido, de un amplio frente civil democrático en toda la isla y las simpatías de los norteamericanos. Esa no fue una guerrilla socialista, ni siquiera radical pues sólo después de Playa Girón, julio de 1962, se reconoció así cuando Fidel anunció el carácter socialista del movimiento y del gobierno y meses después, cuando propuso fundar el Partido Comunista. La imitación desde el entusiasmo, la emoción, el sentimiento y la aventura condujo a miles de jóvenes latinoamericanos a diversos ensayos de improvisación suicida.

¿Por lo mismo hay, en el libro, una crítica a la prolongación de la guerra?
–Empezar una guerra que no se puede ganar, que no tiene certezas mínimas para triunfar, constituye además un crimen. Estas aporías suponen el sentimiento o la voluntad frente a la historia, la impaciencia frente a las estructuras, el sujeto enfrentando la sociedad. Es difícil que suceda una situación revolucionaria pues si la crisis previa no existe, la voluntad más audaz se estrella con la realidad de la coyuntura, la impaciencia contra la estructura.

Páginas antes y en dos capítulos anteriores, en el contexto de los Estados Desarrollistas de Centroamérica, Edelberto Torres-Rivas también ubica una ideología para los grupos dominantes. “El anticomunismo se convirtió en la excusa para la persecución política, en la época febril de la Guerra Fría. Por esa razón en sociedades agrarias como las centroamericanas fue la ideología de la derecha, de las políticas contrainsurgentes, del terrorismo de Estado”, escribe.
Y sustancialmente, dice el analista que se duda de sus alcances ideológicos por su “elaboración local”, porque el anticomunismo “se movió negando, con un prefijo que no define sino niega una teoría, y no razona para constituir una contra-ideología”
“Fue, sin duda, una gran victoria de la derecha, pues fue la oportunidad ideológica para defenderse de los proyectos revolucionarios”, apunta Torres-Rivas. Y el libro describe, históricamente, que la proclama aglutinó sectores, desde “tirios y troyanos”, ironiza Rivas, hasta ricos y pobres, campesinos y finqueros, “que ganaron más voz que voto y que conformaron un frente contrarrevolucionario mayoritario”.
“El anticomunismo”, dice el autor, “sirvió a las fuerzas de derecha para legitimar primero a las dictaduras militares y luego los momentos terroristas de lo estatal”.

MILITARES Vs. REVOLUCIONES
¿Qué sucede o qué decir del papel del ejército en el poder de ese entonces?
–Hubo un momento, una época específica, en que los militares se dieron cuenta de que no podían seguir actuando como caudillos ni como dictaduras. Si necesitaban ser actores del poder debían cambiar de estrategia, gobernar como institución, como fuerza armada. Establecieron la democracia como estrategia. Y actuaron como cancerberos de la oligarquía.

¿Es esa la “democracia contrarrevolucionaria” que contiene gran parte del contexto en el libro?
–Esta “democracia” fue, digamos, una dictadura militar de nuevo tipo, autoritario, que practicó un pluralismo limitado y una competencia formal, intentando resolver de esa manera dos desafíos de toda política del poder: el problema de la sucesión y el problema de la legalidad a los que todo régimen aspira. El poder autoritario se movió a través de una bien articulada formalidad de gobiernos militares que practicaron elecciones democráticas.

El caso de esta democracias-autoritarias es ejemplificado en Revoluciones sin cambios revolucionarios a través de dos Estados: “Aparece la dictadura institucional del ejército en Guatemala a partir de 1966 y en El Salvador desde 1962; en este país, por momentos, hasta con pretensiones reformistas en el agro”.
Torres-Rivas describe: “En El Salvador fueron gobiernos de los coroneles Julio Adalberto Rivera (1962-67), Fidel Sánchez Hernández (1967-72), Arturo Armando Molina (1972-77) y del general Carlos Humberto Romero (1977-79). En Guatemala fueron los gobiernos de Julio César Méndez Montenegro (1966-70, civil condicionado por el ejército), los generales Caros Arana Osorio (1970-74), Kjell Laugerud García (1974-78) y Romeo Lucas García (1978-82). Estos fueron ocho gobiernos que tardaron 17 años en El Salvador y 16 en Guatemala”.
Buscaron, en primer lugar, legalidad y legitimidad, “con constituciones que no respetaban”. Gobernar desde la institución militar, “constituyeron el fin del caudillaje militar”. Y en cada elección el ganador estaba predeterminado, “casi todos con procesos electorales abiertamente fraudulentos y escandalosos”. Y cada uno contaba con el respaldo de las oligarquías, “pluralismo cooptado por las elites”.
Luego, estos regímenes entraron en crisis…
Rivas dice: “La expresión eminente fue querer practicar la democracia y al mismo tiempo practicar la guerra”.

Es decir, los militares no puedieron administrar la democracia.
–En definitiva no. Quisieron gobernar semidemocráticamente pero no toleraban la oposición. No eran una democracia completa. Los fraudes electorales de Guatemala deben entenderse como oportunidades desaprovechadas por las insurgencias. Había descontento generalizado, posible unificación nacional-popular.

¿Por qué la crisis de la cúpula militar con golpes de Estado y por qué la transición hacía regímenes civiles, democracias… “democracias-contrainsurgentes”, como señala el libro?
–Todos estos cambios corresponden al trazado de una nueva política norteamericana en el ámbito internacional donde la Guerra Fría estaba terminando, a una muy cuidadosa estrategia trazada por el imperialismo norteamericano para Centroamérica: golpear al enemigo por la izquierda, abrir el sistema político por el centro, poner orden por la derecha. Los temas de la democracia y la violencia, las tradiciones oligárquicas y el cambio social, la guerra y la paz aparecían imbricados en ese nudo que en su opacidad nadie entendía. Los costos acumulados de la guerra convencieron a las elites de que el precio de la democracia era menor, por lo que superaron sus temores para negociar con la insurgencia.

Edelberto Torres-Rivas escribe con énfasis sobre este punto, al margen de los condicionamientos externos, en que los dictados de de Estados Unidos son el alfa y el omega de la política. “Trazaron una política sui generis, militarizar el poder y desmilitarizar el gobierno; dejar en manos de nuevas figuras políticas conservadoras el régimen, basado en los mecanismo primarios de la democracia política”.
“El Estado que enfrentó la guerrilla ya no fue la dictadura contrainsurgente sino la democracia contrainsurgente, lo cual algo significa en los cambios de la lógica interactiva entre revolución/castigo, presión popular/represión gubernamental”, como también señala el libro.

¿El resultado de todo es el juego de fuerza que estableció el Estado democrático y las ofensivas revolucionarias? ¿El empate en El Salvador y el impasse en Guatemala?
–La guerrilla prolongó su accionar frente a regímenes democráticos. Lo ocurrido se reconoce como un nuevo momento en el conflicto regional. Como una condición de empate en El Salvador y una situación de impasse en Guatemala. No hay claramente vencedores ni derrotados; es el destino de una guerra que juega a su prolongación porque pareciera que ésa es la condición de existencia de sus actores. Los movimientos revolucionarios que persisten tienen algún apoyo popular, pero no pueden acceder, en definitiva, al poder. Se convierten en una rutina política, al margen de la vida social y política que transcurre con normalidad. No pudo hacerse así en Nicaragua, donde el problema finalmente ya no era la guerra mercenaria que Estados Unidos dejó de apoyar, sino el problema político de sacar a los sandinistas del gobierno, que significó un cambio de sistema.

Es decir, la etapa democrática… allí donde se detiene el libro.

martes, 17 de abril de 2012

Convocatoria XIII Premio Centroamericano de Novela "Mario Monteforte Toledo"



CONVOCATORIA XIII PREMIO DE NOVELA
Fundación Mario Monteforte Toledo

PREMIO CENTROAMERICANO DE NOVELA MARIO MONTEFORTE TOLEDO 2012  

Fieles al espíritu irrepetible que animó la vida y la obra de uno de los mayores creadores hispanoamericanos de todos los tiempos, la Fundación Mario Monteforte Toledo convoca al XIII Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo 2012, de acuerdo con las siguientes bases:

1.      Pueden optar al premio los centroamericanos (cualquiera que sea su domicilio) y los extranjeros (con residencia en uno de los países del istmo durante tres años consecutivos como mínimo), excepto los ganadores de las ediciones anteriores. Sólo se aceptará una novela por participante.  

2.      Las novelas deben estar redactadas en idioma español, ser originales, estrictamente inéditas, y no deben haber sido premiadas en otro certamen.

3.      Las novelas tendrán una extensión mínima de cien (100) páginas, tamaño carta, escritas en computadora, en letra de 12 puntos, a doble espacio por una sola cara. Deberán remitirse tres ejemplares impresos, engargolados, empastados o encuadernados. Cada ejemplar irá firmado con su respectivo seudónimo.

4.      Los autores anexarán a su obra un sobre cerrado que contenga los siguientes datos: título de la novela, seudónimo, curriculum vitae abreviado, fecha y lugar de entrega de la novela, una carta firmada aceptando las bases y condiciones del premio, garantizando que la obra no se halla pendiente de fallo en otro concurso literario.

5.      Las novelas deben remitirse a la sede de la Fundación Mario Monteforte Toledo (Anillo Periférico 30-00 zona 11, Las Majadas, Guatemala, Ciudad, dentro de las oficinas de Talleres Toledo). No serán devueltas.

6.      El plazo de admisión quedará cerrado a las 17 horas del 9 de noviembre del año en curso.

7.      El jurado, seleccionado por la Fundación Monteforte Toledo, estará integrado por tres escritores o críticos literarios hispanoamericanos, quienes se reunirán en Guatemala en enero del 2013 y emitirán su fallo de inmediato con carácter inapelable.

8.      El premio será otorgado a la novela que por unanimidad o por mayoría de votos del jurado sea seleccionada.

9.      El premio, único e indivisible, asciende a cincuenta mil quetzales (Q50,000.00), de los cuales se deducirán los impuestos aplicables según la legislación guatemalteca. El premio además incluye un diploma, y será entregado en una ceremonia especial, en Guatemala, a principios del 2013. Si el ganador no reside en Guatemala, será invitado por cuenta de la Fundación Monteforte Toledo.

10.   El premio no podrá ser declarado desierto y será otorgado a la novela que por unanimidad o por mayoría de votos del jurado sea seleccionada.

11.  El ganador conservará sus derechos de autor y podrá publicar su obra en la editorial que considere conveniente y podrá incluir en la portada el nombre de este certamen y hacer mención del otorgamiento del premio. 

12.  La participación en el premio implica la aceptación total de estas bases. Para cualquier diferencia que hubiese de ser dirimida por vía judicial, las partes renuncian a su propio fuero y se someten a los juzgados y tribunales de Guatemala.    

13.  El incumplimiento de cualquier punto d elas bases, implica la descalificación inmediata.

           

Anillo Periférico 30-00 zona 11 PBX: 2321 8200 Fax: 2321 8187

“Tikal Futura. Memorias para un futuro incierto (novelita futurista)”, Franz Galich, fragmento

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I

El color Coca-Cola invadía toda la Ciudad de Abajo.
Desde la altura de la aeropista, el Apocalíptico ob­servó la Ciudad de Abajo. La persistencia del color Coca-Cola lucía invariable: el sol al filtrarse por el humo de las fábricas y de los anticuados carros producía el tan afamado color. Las barriadas, la gentuza..., pensaba, pero los terminaremos de meter en cintura. Por de pron­to, si no trabajan como lo necesitamos, no comen. Desde abajo unos ojitos rojizos lo observaban: eran las ratas de las alcantarillas que empezaban a salir. Otros ojos tam­bién lo observaban con no disimulada hostilidad: era un paracaidista, nombre que los de la Ciudad de Arriba da­ban a los de la Ciudad de Abajo.
El Apocalíptico sin inmutarse pensaba en el proyec­to, mismo que a no dudarlo sería todo un éxito: propor­cio­nar a los grandes empresarios del supermundo luga­res don­de poder vivir en contacto con la naturaleza, puesto que en sus países eso resultaba ya totalmente imposible.
La industrialización había acabado con casi todo vestigio de vida natural. Las pocas zonas que aún exis­tían estaban ocupadas por las oficinas del poder central y los más ricos. Éstos se habían multiplicado aritmé­ticamente, mientras los descartables lo hacían geométri­camente. Viéndolo bien ese era el obstáculo único que podría hacer fracasar el proyecto.
Antes de subirse a su automóvil echó otra mirada sobre Ciudad de Abajo, después alzó la vista y vio parte de la mole de la Ciudad de Arriba: los mosaicos color jade brillaban, contrastando con el color café espejo de los gigantescos ventanales. Vio las aeropistas que salían de las enormes puertas hidráulicas de la ciudadela y suspiró: el proyecto será un éxito, a no dudarlo. Subió al coche, lo programó para dirigirse a los Jardines de Jadeita y le dio la orden de partir. Aceleró y partió sin dejar rastro de contaminación de humo ni ruido.
En la Ciudad de Abajo la gente se movía como ratas en jaula: buscaban cómo regresar a sus casas metiéndose en destartalados buses del año 2025, que supuestamente serían la última generación de hidrocarburo, pero no, ya habían pasado muchos años y los seguían usando. O si no, otros buscaban los trenes subterráneos que se movían a base de electricidad producida con petróleo. Se había dicho que este medio energético sería sustituido por otro menos contaminante, pero como estaban las cosas en el mundo financiero internacional, era algo to­talmente improbable: varios de los más poderosos países de la industria petrolera se negaban a dejar de explotar­lo. ¡Qué irónico!, pensaba el Apocalíptico: los otrora poderosos países petroleros dejaron de serlo de la no­che a la mañana. Errores en los cálculos de las reservas y extrañas transformaciones en los mantos geo­lógicos hi­cieron que las reservas desaparecieran antes de lo cal­culado.
A eso debían agregarse las últimas guerras hidro­carbúricas que habían asolado esos países durante cin­cuen­ta años consecutivos. “Para acabar de una vez por todas con el principal agente contaminante”, se dijo. No fueron guerras mundiales, pues el mundo no se metió casi. Para ello existía, desde hacía muchos años, un ejército multi­nacional de emigrados anónimos; además, las armas casi no ne­cesitaban gente que las manejara. Los señores y se­ñoras, los niños y las niñas de los gran­des centros de las ciudades de arriba, vieron la guerra desde sus moder­nos microvideoteléfonos o en las pan­tallas gigantes que estaban instaladas en puntos estra­tégicos. Nada de muer­tos de sus países, sólo de los nuestros: ciudadanos de segunda clase que por méritos en combate podían as­cender. Pero la paradoja es que en los paisitos como el mío, se había encontrado petró­leo. En verdad, es que eso ya se sabía desde el siglo pasado y lo que en realidad pasaba era que se estaba tra­mando por todos los medios, de sacarle algún pro­ducto. Por eso la moratoria. Menos mal, porque en ese proceso fue que mi familia logró llegar a donde ha lle­gado. No fue como dijo la prensa mentirosa, rebelde y envidiosa: por soborno. ¡Qué va ser! Tratamos siempre de sacar los mayores y mejores beneficios para nuestro país. Logramos que se les diera empleo a miles de ciuda­da­nos roedores, como los bautizó la prensa extranjera. Por supuesto que nos opusimos a que les dijeran así. El salario lo pusieron los empresarios, pero una cosa son los bisneman y otra esa lacra de pe­riodistas. El honor de la gente estuvo a salvo. Pero bueno... el nuevo mega­proyecto ¡va!
El único pro­blema es cómo controlar a tantos ciuda­danos roedo­res que hay. No quieren trabajar, prefieren robarse y hasta asesinarse entre ellos. Una solución debe de existir. Será necesario hacer esfuerzos extraordinarios. Y lo más duro es que hay otros países que están dispues­tos, a de­sarrollar proyectos similares. Lo importante es que va­mos a la cabeza en estos asuntos, somos líderes regio­nales. Los empresarios nos prefieren porque tene­mos visión de futuro. Además nos interesa el medio ambien­te, aun­que siempre tenemos el problema del smog que pocas horas al día medio despeja el valle. El smog se queda en el valle de la Asunción. ¡Qué paradoja la de la Asunción!


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sábado, 14 de abril de 2012

Guatemala, la revolución burguesa sin burguesía, Edelberto Torres-Rivas


Fragmento del capítulo II de Revoluciones sin cambios revolucionarios. Ensayos sobre la crisis en Centroamérica.




El desafío más avanzado al orden oligárquico ocurrió en el país socialmente más atrasado de la región, el del Estado nacional menos nacional: Guatemala. La crisis del liberalismo histórico, expresión de la hege­monía oligárquica en Centroamérica, se planteó en este país por medio de una salida revolucionaria. Con la renuncia del general Ubico en junio de 1944, y la de­rrota militar de su heredero, el general Ponce Vaides a través de una insurrección cívico-militar en octubre de ese año y posterior elección, del primer presidente ci­vil electo democráticamente el Dr. Juan José Arévalo, ocu­rrió un cambio en la élite gobernante. El cambio ha­cia un régimen democrático se apoyó en la más am­plia participación popular; el voto universal afirma­do por un sistema de partidos políticos que llevó al gobierno una nueva constelación social dirigida por la pequeña burguesía urbana.[1] En menos de un semes­tre, Ubico fue sustituido por Arévalo, sin embargo, una década después el desafío terminó con la sustitu­ción en el poder de Arbenz por Castillo Armas. El sig­nificado de este cambio ha sido objeto de las más variadas interpretaciones.
La importancia de lo logrado en el proceso, la de­mocracia electoral, amplia organización social, li­bertades políticas, atención a la educación y a la salud pú­blica, autonomía municipal y otros logros, se valoran más por la naturaleza del atrasado escenario nacional en que surgen.[2] Lo importante de ese trayecto histórico fue la radicalización del proceso que con Arbenz plan­teó el primer desafío estructural, la modificación de las relaciones de trabajo en el agro y un limitado cam­bio en la tradicional tenencia de la tierra. La de­mocracia es el primer logro importante y sin duda an­tecedente necesario de la reforma agraria que resulta más difícil de explicar, porque constituyó el inicio de una revolución social. Esta, fue una contingencia histórica en una sociedad donde todavía había relaciones pre­capitalistas de trabajo y el código civil regía las rela­ciones laborales. El precapitalismo bloqueando el de­sarrollo.
Son numerosos los analistas que califican esta ex­periencia como una revolución, pero pocos son los que como S. Tischler la justifican con razones fundadas. Así, la insurrección del 20 de octubre de 1944 que trans­currió en una noche casi incruenta, al presentarla co­mo una derrota del viejo ejército, le permite afirmar que ahí se “ha quebrado la armazón del Estado liberal oli­gárquico” y que un nuevo Estado, democrático, em­pieza a surgir [Tischler, 1998: 266 y ss.]. La crisis y fuga del dictador liberal, la constitución de un nuevo go­bierno y un cambio de régimen político le lleva a afir­mar que se trata de la bancarrota de una vieja for­ma estatal que da paso a un cambio profundo en la sociedad guatemalteca.
Hay cierto atropello a la sindéresis al afirmar que la victoria electoral de la amplia alianza antidictatorial, en diciembre de 1944, fue otra forma de derrota his­tórica del liberalismo a manos de “una fuerza nacional nueva de la que brotaba el empuje y la legitimidad de la revolución” [Tischler, 1998: 275].[3] Solo la magnitud del atraso social, cultural, político autoriza, en una com­paración hacia adentro, a calificar estos cambios co­mo revolucionarios. Hacia fuera esto fue como po­nerse al día, poner en su lugar histórico las manijas del reloj.[4]
Lo que ocurrió en Guatemala a partir de 1944 al­canzó una enorme significación antioligárquica en to­da la región porque implementó cambios que la sub­jetividad conservadora apreció como radicales aunque sólo fueron, en rigor, rectificaciones vividas co­mo la negación del pasado en el plano de las formas jurídicas, de las relaciones políticas y culturales, es decir, en dimensiones más que simbólico culturales de la sociedad. ¿Qué importa más para calificar un pro­ceso de cambio? Las revoluciones se reconocen más en los cambios que introducen en el Estado y su ca­pacidad de imponer transformaciones sociales y cul­turales, que en su prosopopeya oratoria.
La amplia coalición democrática dirigida por la pe­queña y mediana burguesía triunfante, se fue ero­sionando paulatina pero irreversiblemente entre 1945 y 1952; algunos grupos de ella fueron incapaces de en­tender el ánimo reformista que significaban las re­laciones laborales modernas y el sindicalismo libre, la organización partidaria, el ejercicio libre de los de­rechos políticos, la tierra arrendada sin aparcería. Im­portantes sectores de la pequeña burguesía y otros gru­pos medios se pasaron al campo de la reacción oli­gárquica, estimulados por el clima envenenado de la Guerra Fría; sin ser antidemocráticos se volvieron anticomunistas, para terminar siendo contrarrevo­lucionarios. Este recorrido comprobó que las clases medias en su actuación política se escinden y como en todas partes sólo un sector puede protagonizar cam­bios revolucionarios.
Ya no sólo para las clases medias, sino para el conjunto de intereses oligárquicos, la prueba conside­rable de la voluntad de cambio fue la cuestión de la tie­rra donde los campesinos son los importantes. La ideo­logía modernizadora que animó a los intelectuales radicales se trasladó a sectores de trabajadores y artesa­nos urbanos, a diversas capas campesinas y otros gru­pos pobres, dominados. El apoyo campesino fue co­brando fuerza política cuando el gobierno arbencis­ta pro­mulgó la reforma agraria y abrió las expectativas de recibir la tierra. La ley se proponía la modernización ca­pitalista de la agricultura para dar paso al desarrollo in­dependiente, con un proyecto nacional-popular de fuerte carga antimperialista. La ley agraria prohibió las relaciones precapitalistas de trabajo en el agro, em­pezó a expropiar la tierra ociosa de quienes tenían en exceso y pagó su valor conforme la declaración fis­cal de la fecha.[5]
Estas medidas y el clima que creó la organización cam­pesina fueron como puñaladas directas al plexo vivo de los intereses y la cultura de la burguesía oligár­quica. Menos que sus intereses materiales fue su ideo­logía, su manera de vivir la historia, la cultura colonial con la que explotaron a los campesinos-indígenas lo que se agravió tan directamente. Expropiar la tierra, en rigor, no sólo puso a prueba la calidad colonial y oli­gárquica de los intereses dominantes sino su misma con­dición burguesa. Desencadenó con furia todas las fuerzas sociales, políticas y culturales con un hondo sen­timiento de clase. Con la expropiación de la United Fruit Company, el más grande terrateniente nacional se golpearon los intereses norteamericanos. No fue ca­sual el amplio frente social que surgió en la oposición y que la alta dirigencia de la Iglesia católica se pusiera al frente de la ofensiva de la derecha.[6]
La derrota del proyecto nacional-popular en 1954 ocu­rrió en el inicio de la Guerra Fría. Para esas fechas las fuerzas políticas que formaron el amplio frente antiubiquista se habían dividido en torno a una estra­tegia radical. En 1944 tuvo una amplia conformación multiclasista y dirección burguesa, pero se fue redu­ciendo paulatinamente y el sector más reaccionario, ya disminuido en 1952, perdió las elecciones frente a Arbenz. Hasta aquí habían jugado a ganar con métodos li­berales por el amplio respaldo que ganaban con el apoyo de la iglesia y la prédica contra el comunismo.
El frente arbencista con la dirección de tres par­tidos incluido el Partido Guatemalteco del Trabajo (pgt, comunista), conformaron una pequeña elite ra­dical de clase media que organizó sindicatos y ligas cam­pesinas y ganó así nuevo apoyo popular. Fue una di­námica socialmente polarizada, pues a medida que se pasaban al campo contrarrevolucionario la mediana y baja burguesía, aumentaba la presencia organizada de las clases subalternas (campesinos, obreros y artesa­nos, gente con y sin oficio y bajas clases medias). Hay que admitir que la proclama anticomunista unificó a ti­rios y troyanos, ricos y pobres, campesinos y finqueros, que ganaron más voz que voto y que conformaron un frente contrarrevolucionario mayoritario.[7]
La radicalización del proceso se debió en parte a la fuerza ideológica, la influencia desproporcionada del pgt y la receptividad del presidente Arbenz. Las fuer­zas antiarbencistas adquirieron desconocido vigor por motivos propios de esta cultura política “finquera”, y los reclamos religiosos permitieron a la oligarquía bur­guesa parapetarse tras la Iglesia católica, moviliza­da po­líticamente por la acción de su alta jerarquía.[8] La política norteamericana multiforme, cobró presencia mor­tal utilizando la alta oficialidad del ejército, que al traicionar a Arbenz ratificó su inequívoca lealtad a la oligarquía. La Revolución de Octubre en la etapa en que iniciaba su definición como una revolución de­mocrático-burguesa terminó sin poder defenderse, co­mo un desastre político. El 27 de junio de 1954 el co­ronel Arbenz anunció su renuncia abruptamente, de­nunciando el complot de la cia por intermedio del em­bajador Peurifoy; a su renuncia siguieron sucesivos cam­bios ente los altos oficiales del ejército que termi­naron por nombrar a Castillo Armas como jefe de Estado. Los actores del movimiento popular revolu­cionario no pudieron pelear; la renuncia de Arbenz tomó por sorpresa a todos.[9]
Pese a su fracaso que se califica como total, la ofen­siva antioligárquica dejó lecciones, terminando con las ilusiones acerca de las clases y la correlación de fuerzas populares, con la lección de que no es posi­ble ir más allá de los límites que los escenarios estable­cen al margen de la voluntad de los actores; nunca como en ese momento fue cierto que la historia la ha­cen los hombres pero en un escenario que ellos no se­ñalan. Una porción de tales límites la establece el he­cho que ni la economía, ni la sociedad ni el Estado en Guatemala (Centroamérica) eran esencialmente capitalistas. La esencia contradictoria establece que pa­ra construir el capitalismo ya tendría que haber em­pezado a ser capitalista, lo que en este lenguaje im­plica que el capital como relación social de produc­ción no era aún dominante y que en consecuencia lo bur­gués tampoco calificaba las relaciones de poder.
La derrota del proyecto democrático-burgués, en con­secuencia, ocurrió no porque no había industriales con intereses propios y un proletariado fuerte forjado en luchas clasistas. Fue la estructura agraria, la finca y las relaciones precapitalistas las que lo impidieron; la industrialización, la democracia liberal llegaron décadas después al precio del horror de la contrain­surgencia.
Sin embargo, pese a la calidad de la derrota popular no se produjo una abierta restauración del pasado li­beral-oligárquico en su expresión más negativa, un re­greso al ubiquismo. Varios rasgos del cambio refor­mista se mantuvieron, a tono cómo se operaba de ma­nera coetánea en el resto de Centroamérica. La comparación es muy relativa porque en Nicaragua o El Salvador las iniciativas modernizadoras en lo eco­nómico no estuvieron tan cargadas de represión polí­tica como en Guatemala, por la simple razón que en este país esas iniciativas ocurrieron en el escenario contrarrevolucionario del antiarbencismo. Las raíces de la nueva crisis revolucionaria se encuentran ahí y en algunos datos como los siguientes.
El gobierno de Ydígoras Fuentes (1958-63), el pri­mero electo sin fraude por las fuerzas anticomunistas es un buen ejemplo de inconsistencias sustantivas: ini­cio del boom económico, fracturas de la clase domi­nante y extensa agitación social. Ambidiestro, con la mano derecha intentó superar las rivalidades entre las facciones de la “familia” oligárquica (1962); a tra­vés de una oferta política, el programa de Reconciliación Nacional, ofreció a la nación una época sin litigios. Y con la izquierda, abre el juego para que participen al­gunos sectores democráticos excluidos.[10] No ha sido valorado suficientemente el carácter de este mo­mento calificado como un proyecto de democracia-de-la-de­recha. Muchos exilados arbencistas volvieron, empe­zaron a organizarse sindicatos y organizaciones sociales y lo más importante fue la convocatoria a elecciones presidenciales, que permitieron, entre otras me­didas, la inscripción de la candidatura del Dr. Juan José Arévalo, indiscutiblemente ganador de haberse cele­brado. La acción militar lo impidió y se desperdició así la oportunidad de democratizar, bajo nuevos signos, al país.
El golpe militar de marzo de 1963 constituyó una prue­ba más de la incapacidad democrática de las frac­ciones duras de la burguesía y el ejército. Fue una me­dida política orquestada por el ejército que como ins­titución decidió sustituir al viejo general Ydígoras, ve­leidoso en su juego democratizante, por el ministro de Guerra, el coronel Enrique Peralta Azurdia. Este gol­pe militar tuvo efectos profundos en el destino de la sociedad guatemalteca. De nuevo unas preguntas sin respuesta: ¿qué hubiese sucedido si en las elecciones de diciembre de 1963 hubiese triunfado Arévalo? ¿Se ha­bría evitado la matanza de 36 años? El golpe fue el punto de partida de un proceso que condujo 18 me­ses después al inicio del “conflicto armado interno”.


[1]. El voto se proclama como una obligación para todos, pero se­creto para los hombres alfabetos, público para los hombres analfabetos y optativo para las mujeres alfabetas.

[2]. Por ejemplo, el Código de Trabajo se promulgó en 1943 en Costa Rica y en 1949 en Nicaragua, considerado éste como el más avanzado de América Latina; Gould [1985] informa que en ese momento Somoza intenta tener un corte populista ins­­pirado en el peronismo.

[3]. Se trata de unos cambios que contrastan con el pasado dic­tatorial, cerrado y asfixiante de la vida social. En función del atraso lo que ocurrió en Guatemala no fue un milagro po­lítico sino un intento revolucionario que se frustra antes de cobrar vida. Sin duda, el país no volvió al ubiquismo liberal, pe­ro la oligarquía y sus formas de dominio sobrevivieron aún treinta años más.

[4]. De hecho, nadie discute que aquella fue una revolución. Por ejemplo, los valiosos trabajos de Alfredo Guerra Borges [1988], y los trabajos contenidos en los dos tomos recopilados por Eduardo Velásquez Carrera [1994].

[5]. Un documentado análisis del gobierno de Arbenz y de su vo­luntad reformista aparece en Piero Gleijeses, La esperanza rota: la revolución guatemalteca y los Estados Unidos, 1944-1954.

[6]. En la historia política de Centroamérica, a partir del clima que estimuló la Guerra Fría, no puede dejar de mencionarse co­mo un influyente fenómeno el movimiento y la ideología an­ticomunista. El anticomunismo se convirtió en Guatemala en sinónimo de antiarbencismo y contrario a toda medida de­mocrática.

[7]. La oposición de centro-derecha triunfó siempre en la ca­pital, donde eligió alcaldes y alcanzó a tener unos 12 diputados en el Congreso, llamados “los doce apóstoles”; obviamente, no fue en el terreno electoral donde jugaron a ganar.

[8]. Por ejemplo, el traslado de unas monjas que venían pres­tando un servicio público –la Casa del Niño– a otro sitio de trabajo fue considerado como un acto irreligioso, que “reventó” los sentimientos católicos en el ámbito político.

[9]. La intervención norteamericana ha merecido numerosos es­tudios, entre ellos: José M. Aviar de Soto, Dependency and In­tervention...; Richard H. Immerman, The cia in Guatemala...; Stephen Schlesinger y Stephen Kinzer, Bitter Fruit...; y espe­cialmente el trabajo de Piero Gleijeses, La esperanza rota...

[10]. La figura y la actuación de Ydígoras Fuentes es esencialmente con­tradictoria; fue partidario entusiasta de la Alianza para el Progreso, tomó parte activa en la política anticubana de Es­tados Unidos, dio apoyo pleno a los primeros pasos del pro­yecto de integración centroamericana. Una relación puntual de su papel en la historia de Guatemala aparece en el libro de Ro­land H. Ebel, Misunderstood Caudilloo..., especialmente pág. 299 y siguientes.