domingo, 29 de enero de 2012
Viaje hacia la noche (fragmento), Marco Antonio Flores
El pasado está ligado a uno por la nostalgia. Quien no tiene nostalgia no redescubre su pasado. A lo sumo tiene destellos de recuerdos que no le producen ningún remordimiento o emoción. Es como si pasaran por su cabeza ráfagas de un tiempo conocido pero inatrapable. La nostalgia afinca en el pasado, hace volver a él, revivir lo que la vida ha dado en su transcurso. Es entonces que se comienza a rememorar, a hacer los recuentos, a recrear y desmenuzar como con bisturí ciertos detalles que han quedado como modélicos en nuestra experiencia. La memoria es el cuenco de la vida, las manos calurosas que la alientan cuando ésta empieza a marcharse. Y su mejor nido es el amor no las ideas. Las ideas conforman a las sociedades pero lo que finca al hombre en la vida, a ese hombre individual, intrascendente y anónimo, es el amor.
A mis cuatro años creí amar a dos personas. No sé si entonces sabía amar o simplemente los cuerpos y las voces de aquellas dos mujeres me servían para despertar en mí algo desconocido que me producía nerviosismo, descontrol y un calor físico que me causaba satisfacción y bienestar. Aquellas dos mujeres fueron mi tía más joven y mi primera maestra. A mi madre no sentía amarla. Era como si ella estuviera ahí por una imposición de la vida y que por lo tanto me fuera necesaria para vivir, y que su obligación fuera darme todo lo que yo necesitaba para existir. Era algo instintivo, animal, intransferible. Mi madre era como mi aire para respirar, pero no podía sentir por ella lo que sentía por mi tía.
A mi tía la observaba, la taladraba con una mirada oblicua que ocultaba desde entonces sin saber por qué. Le buscaba los senos que me atraían, los tenía rotundos. Buscaba encontrar sus grandes ojos con los míos. Ella no parecía que reparara en mi existir. Buscaba estar atrás para contemplarle las hermosas nalgas sin saber por qué. Era morena, con el pelo rizado y tenía para entonces diecisiete años y asistía al colegio. Como vivíamos muy lejos del centro de la ciudad era la primera que se levantaba a bañar. Así que escogí una mañana particularmente oscura y fría y cuando oí que entró al baño salí subrepticiamente de mi cuarto, vigilando que mi madre no estuviera levantada aún: el caserón aquel, que había mandado a construir mi abuela era encallejonado. A los costados de un largo pasillo estaban las habitaciones y enfrente un inmenso baño con una enorme artesa. Esperé oír el sonido de la regadera y, silenciosamente accioné la chapa y entreabrí la puerta un tantito, solo para que pudiera entrar mi mirada. Estaba de frente a mí, en medio de la bañera, totalmente desnuda. Su cabeza y su rostro totalmente enjabonados, así que no podía abrir los ojos. El estupor me paralizó; sus muslos eran redondos y carnosos, sus pechos ornados por dos pezones erectos y duros, y en medio de las dos piernas una grupa velluda, inmensa y negra. Sentí que un calor me subía del bajo vientre y un intenso deseo de acariciar aquella grupa y besarla. No sé cuánto tiempo duró aquella contemplación y aquel calor que me llenó el cuerpo completamente. Cuando vine a sentir estaba metido, arropado, en mi cama, temblando y llorando, pero de felicidad.
Aquel amor me duró hasta los doce o trece años. Para entonces vivíamos en otro palacete construido por mi abuela. En el segundo nivel había sólo tres dormitorios, un balcón que daba a la calle y un pequeño cuarto que servía de estudio. Los dormitorios los ocupábamos mi abuela, mi tía y yo. Es decir, la nobleza de la familia. Cuando yo estaba solo en aquellos dominios iba al cuarto de mi tía y esculcaba su ropa. Cuando encontraba sus calzones me los pegaba a la nariz y los olía con fruición, luego me masturbaba con ellos. Sin embargo, para entonces, ya no la amaba, sólo la deseaba intensamente. Pero además, me había convertido en su chaperón. Mi abuela había dispuesto que a sus veintiséis años había que mantener sobre ella una vigilancia extrema, así que cuando conseguía salir con un muchacho yo tenía que actuar como el perro policía y transmitir el informe al volver. Así que mi vida se transformó en la de un rascabuchador, como dicen los cubanos, o un voyeur, como dicen los franceses.
Para entonces yo había pasado por la etapa de la masturbación y había ido donde las putas a mi iniciación sexual. A los once años un grupo de facinerosos de una pandilla callejera, a la que yo pertenecía, me habían enseñado los movimientos que uno debería hacer sobre la mujer. Luego, sin decirme agua va, me llevaron a la línea del ferrocarril, que era la zona más reconocida de prostitutas, y me encamaron con la Ángela, que era la desvirgadora por antonomasia de niños púberes y babosos como yo. Luego agarré aviada y me iba solo a aquel sitio. A la Ángela le encantaba encamarse con aquel vicioso púber.
Así que cuando me tocó ser el cuije de mi tía, ya nada me impresionaba. Íbamos con sus novios a un lugar en el que había piscina y estaba distante del centro de la ciudad. El Molino se llamaba. Era una zona arbolada y llena de colinas y, en el centro, abajo, un par de grandes albercas. Como nunca aprendí a nadar me la pasaba en el restaurante comiendo golosinas. Los novios de mi tía eran espléndidos y yo me aprovechaba. Ellos se metían en las zonas boscosas. Cuando calculaba que la función había comenzado, me iba siguiendo la ruta por la que los había visto perderse. Me gozaba toda la función. Cuando se preparaban para regresar corría al restaurante. En la noche, al volver a la casa, en cuya puerta, invariablemente estaba parada mi abuela esperando furiosa y dispuesta a los vergazos, yo ya iba aleccionado y comprado. Mi abuela nunca supo nada.
Mi otro amor, a los cuatro años, fue mi primera maestra. Ella era diferente, delgadita, con el pelo lacio, los labios delgados y las nalgas paches. No sé por qué la amaba. No me producía ningún calor en el bajo vientre. No me atraían sus chiches ni sus nalgas. Me atraía su voz y lo que decía. Cómo hilvanaba las palabras. Su voz era cálida y cariñosa. Sus gestos suaves y cadenciosos. Me obsesionaba lo que decía y cómo lo decía. Y las fotografías que nos mostraba y explicaba. Tampoco me enseñó a leer. Cuando llegué al kindergarten, porque mi madre tenía que deshacerse de mí y no podía dejarme solo en aquel inmenso caserón a cuyo alrededor había bosques en los que me perdía diariamente, yo ya sabía leer.
No sé en qué momento y por qué, comencé a leer a los cuatro años. No recuerdo método ni castigos ni exigencias a la que todos los niños se ven presionados por los padres para que aprendan algo. Mi madre no se preocupaba por esos detalles. Ella se pasaba todo el tiempo pendiente del supuesto regreso de mi padre, que nos abandonó. Por esa razón mi abuela nos había recogido e internado en aquel caserón distante de la ciudad. Era como una prisión. Aquel hombre nunca regresó. Volvió esporádicamente para embarazarla un par de veces más, y desapareció tan fugazmente como había llegado. Fue ella la que me enseñó, sin quererlo, como puede ser de fuerte, de intenso, de sacrificado, el amor; lo amó toda su vida. No le importó su abandono, ni su desentenderse de nuestra existencia, ni su egoísmo ni sus desprecios. Lo amó hasta su muerte, cuando lo asesinaron muchos años después. Ella, para entonces tenía 55 años y peinaba canas. Sin embargo, cuando llevaron el cadáver acribillado de aquel hombre egoísta, criminal, mujeriego y desobligado al cementerio, encerrado en una caja, ninguna de las mujeres con las que tuvo 20 hijos llegó. Sólo mi madre, quien, cuando la caja quedó encerrada detrás de las paredes del nicho de ladrillo, se quitó la mantilla con la que iba a la iglesia, suspiró y atinó a decir: “al fin descansé”. No era él el que había descansado, era ella la que al fin se desembarazaba de aquel amor que cargó y le pesó durante toda su vida.
Así que la obsesión que me ligaba amorosamente a mi maestra era las palabras y las imágenes. Ambas me habrían de acompañar toda la vida. Y es que con las palabras conocemos el mundo que habitamos. Son el sustento de nuestro conocimiento. Con ellas podemos decir y saber lo que significan el odio y el amor. Y no es que yo a los cuatro años me hubiera prendado de las palabras por esto; a esa edad no sabía aún darle nombre a los sentimientos que me afloraban descontrolados. Pero por alguna secreta intuición sabía que con ellas podía explicar todos esos sentimientos que me llenaban y a los que no podía, aún, darles nombre, ni contenido ni significado.
La imagen del cuerpo desnudo de mi tía me acompañó muchos años. El cuerpo de la prostituta a mis once años, nunca lo vi; sólo se levantaba la falda, se echaba en el camastrón y me ordenaba accionar. Pero un par de años después me enfrenté al deterioro de un cuerpo femenino. Sucedió que en el segundo nivel donde había tres dormitorios habitados por mi tía, su madre y yo, su nieto, me tocó el que estaba vecino al de mi abuela. La puerta de mi habitación estaba condenada con llave, así que para salir tenía que pasar por las demás habitaciones y cruzar por la de mi tía. Nunca supe por qué. Allá lejos recuerdo que aducían medidas de seguridad. Así que por las noches yo era prácticamente un prisionero y para satisfacer una necesidad debía pasar por todos los cuartos. Me contenía y trataba de aguantarme hasta la mañana. Pero esas retenciones me quitaban el sueño. Así que cuando mi abuela se disponía a prepararse para dormir, ya muy noche, yo estaba despierto. La puerta entre su dormitorio y el mío la dejaba entreabierta. Me volteaba hacia el rincón para que la luz de su cuarto no me molestara. Pero un día volteé hacia la luz que pasaba por la abertura y, como cosa extraña, el espejo de su armario estaba en una posición que me permitía observar sus movimientos. Y aquí nace una duda que se ha mantenido viva durante más de cincuenta años. ¿Sabía ella esto? ¿Lo hacía a propósito? ¿Por qué, qué pretendía? ¿Excitarme? Aún ahora no lo sé, y tampoco me atrevo a especular más a fondo. A pesar de que ella era una hombreriega y para entonces tenía cincuenta y cuatro años y no tenía hombre. Su historia sentimental era de atropellos, pero cometidos por ella. El padre de sus primeros hijos, mi abuelo, fue un mexicano medio atravesado al que le gustaba la timba, la cantina y el lenocinio, y que un buen día, sin desearlo ni esperarlo, se vio con todo y tepalcates en las cuatro esquinas de la calle porque mi abuela (que se había conseguido otro) lo mandó, en medio de una golpiza, a la mierda. Luego le dio casa y comida y cama al siguiente, padre de mi tía, la más joven, que resultó ser un bandolero y que a cada pendencia sacaba el cuchillo amenazante. La doña se aguantó tantito, pero cuando descubrió que el delincuente le robaba no pudo más y contrató un par de matones que dejaron al padrote hecho un santocristo y no tuvo más que olvidarse de la buena vida. Para entonces mi abuela sólo tenía una casa que había pagado por abonos y que, en una ocasión, había tenido que devolver porque los cacos la asaltaron y le robaron los ahorros que tenía para el pago de su casa. Pero como era una mujer de un carácter indomeñable, juntó y juntó dinero y la recuperó. Pero para aquellos años vino la guerra mundial, la de Hitler, y ella se aconchabó con los judíos que le daban telas para vender. Se repasó un par y entró de lleno al negocio del contrabando. Aquellos señores judíos que tenían grandes almacenes estaban de lleno en el negocio del contrabando. Incluso contrabandeaban productos alemanes, nazis, pues, mientras a sus contlaplaches les partían la madre en Europa ellos se enriquecían con los productos de la industria nazi. Mi abuela era la encargada de vender mucha de aquella mercadería. Recuerdo que al fondo de la casa quedaba la bodega, y en una ocasión ésta se llenó hasta el techo de trastos de peltre alemán. De ella se podía esperar cualquier cosa. Así que a la noche siguiente me puse avispado para ver cuál era el resultado del espejo y la puerta entreabierta. La sorpresa fue mayúscula. De pronto vi aparecer a mi abuela en el espejo y muy distendida, como quien no quiere la cosa, se comenzó a desnudar. Inmediatamente se me paró. La ceremonia no era fácil. Se quitó el vestido, luego la combinación y quedó en armadura: se gastaba una faja con ballenas de hierro que comenzaba debajo de las chiches las que le levantaba, y terminaba casi tapándole el sexo. Aquel cuerpo era falso, estaba encorsetado por una coraza que era para engañar babosos. No atinaba a imaginar cómo se había colocado tal aparato. Sobre todo cuando comenzó a quitárselo. Con dificultad desató el nudo a su espalda y fue desanudando las correas. Cuando terminó respiró aliviada, aventó por allá su cárcel diaria y se vino el derrumbe: las chiches, que ya no protegía el brasier que se había quitado de antemano, se le vinieron hasta el ombligo. Luego el desencanto total: el vientre y las lonjas de la cintura ya libres de la tortura buscaron su camino natural. Por la fuerza de la gravedad se derrumbaron. Al unísono mi verga se tornó flácida. Toda una tragedia griega. Cerré los ojos y me volteé hacia la pared jurando que jamás volvería a meter mi mirada por aquella puerta entreabierta. A raíz de aquella aventura, desde entonces, cada vez que miro una gorda el pene se me hace un colocho.
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