sábado, 7 de julio de 2012

Viaje hacia la noche, por Eduardo Villalobos


Viaje hacia la noche,  por Eduardo Villalobos [1]



Asistimos hoy a la presentación de una nueva novela de Marco Antonio Flores, acontecimiento singular puesto qué, el autor, había dejado entrever en diversas entrevistas que ya no publicaría más. Asistimos entonces con la gratitud de un niño que se encuentra una moneda en el bolsillo y espera lograr con ella un acto postergado, algo no previsto pero inesperadamente feliz. Pero, ¿cuál es el sentido de esta novela? ¿Cómo se integra al universo narrativo que el autor ha elaborado a lo largo de las décadas? ¿Qué está llamada a decirnos a nosotros, sus lectores, en un tiempo en que la literatura se aferra todavía a su trinchera frente a las fauces del mercado y la superficialidad?
Hace poco, leyendo un artículo de Pedro Juan Gutiérrez, ese interesante narrador cubano que es comparado hasta la saciedad, y muy a su pesar, con Charles Bukowski, y que retrata el mundo degradado y miserable, pero también luminoso, del centro de La Habana en sus poemas, novelas y cuentos, me topé con una frase bastante común pero en la que no había reflexionado, pienso, lo suficiente: se dice que un escritor escribe un solo libro a lo largo de su vida.
Por supuesto que hablamos acá de un escritor que intenta desentrañar el mundo que lo rodea, su propia historia, sus propios sueños, y no escribir divertimentos pensando en el mercado, en el dinero o en los premios literarios. Ya Proust construyó una enorme empresa narrativa alrededor de la recuperación de un tiempo irremisiblemente perdido,. ya Balzac intentó abarcar los ámbitos privados y públicos de los hombres de su siglo. Ya Faulkner creó un condado llamado Yoknapatawpha donde se sucedieron la muerte, el incesto, la crueldad, la profunda e irresoluble incomunicación humana. Ya Onetti fundó a través de Brausen Santa María v sus habitantes tristes y sus empresas imposibles. Ya Lawrence Durrell persiguió las dimensiones del tiempo en su Cuarteto de Alejandría. Parece ser cierto entonces que hay obsesiones que persiguen a los creadores, los determinan, dan cuerpo a la obra que construyen entre la pesadilla y el sueño.
El trabajo literario de Marco Antonio Flores parece participar de esta constante. Ya desde sus primeros poemas 'se advierten las permanentes preguntas que se hace y nos hace desde todas sus obras. Ya se adivina el espejo, angustiado y lúcido, que nos mostrará siempre con cierta impudicia. Ya está el lenguaje violento y cínico con que atropella sus máscaras y las nuestras, un lenguaje que también, de pronto, se torna tierno, pleno de imágenes, conciso y pulcro como un cuadro minimalista.
Pero, esto no quiere decir que Flores se repita. Por el contrario, es evidente la fortuna con que ha encontrado diversas estructuras para expresarse a lo largo de sus libros. No es lo mismo el desenfado lingüístico y la aventura experimental de Los compañeros, su novela emblemática publicada en 1976, que la mesura y la ironía casi picaresca con que introduce a los personajes de Los muchachos de antes, en 1996. No es igual la voz coral y exteriorista de Crónica de los años de fuego,, el libro de poemas publicado en México en 1993, que la voz casi narrativa, autobiográfica e íntima de Persistencia de la memoria, aparecido en Guatemala en 1992.
La linealidad aristotélica de En el filo, novela publicada en 1993, se contrapone a la fragmentación del relato en Las batallas perdidas, de 1999. La poesía social, amplia y plena de contraposiciones lingüísticas de Muros de luz, de 1968, o la estructura abierta de La derrota, aparecido en España en 1972, se complementan con la introspección casi frugal de La estación del crepúsculo, de 2002.
Viaje hacia la noche es una novela que rompe con todas las estructuras anteriores e incluso con todos sus lenguajes. Aquí encontramos una voz reposada, bastante racional, que establece un monólogo que reflexiona sobre los actos del personaje principal y de aquellos que lo rodean. Un hombre que ha vivido intensamente sus decisiones, sus dudas, sus sueños, sus odios y sus derrotas. Y hace un balance que no es complaciente, que no resuelve nada, que no intenta generar respuestas sino plantearse, desde la vejez, otras preguntas que los avatares de los años no permitieron en su momento.
La voz de Viaje hacia la noche proviene de la lucidez y la contemplación. Parece por momentos un hermoso ensayo acerca del sentido del mundo, que cuestiona las instituciones sociales y aborda sin falsos sentimentalismos la intensidad del amor. En otros momentos se asemeja a un libro de memorias, en que el escritor repasa los hechos que marcaron su existencia, los desintegra con palabras y nos invita a recordar nuestros propios pasos, aquellos hechos que también nos han marcado. Pero fundamentalmente, la voz qué nos habla construye una novela y en ella conviven otras voces. Así, sin previo aviso, Flores inserta en el relato otros puntos de vista: el de la abuela, el de la tía, el del padre que es asesinado llegando a su casa, el de los otros tíos que caen abatidos por su propia violencia, el del muchacho que, borracho y cansado en un exilio mexicano, compra un periódico para enterarse con amargura de la invasión soviética a Checoslovaquia.
Esta novela, talvez por el tono nostálgico con que está construida, despierta en el lector una intensa propensión a recobrar también su tiempo, los instantes felices o dolorosos de la infancia, los pasos que han acontecido para encontrar el amor, los sueños perdidos en cualquier esquina, las noches herrumbrosas plenas de humo y alcohol. Esta novela incita a pensar en los que fuimos y ya no somos frente al espejo, a hurgar debajo de la máscara, a pensar en los viajes y en los proyectos que alguna vez alimentaron nuestros sueños.
Edificada en cuatro estancias, la primera, que lleva por título La sagrada familia, es una geografía de la formación o, dicho de otra manera, una vuelta al origen, una indagación no solo de la infancia sino de los fundadores de la estructura social en que nació el personaje de la novela y que determina su conciencia y su neurosis. A partir de reminiscencias y de reflexiones, la voz que nos cuenta la historia también arremete contra la ideología, que da origen y poder a la familia, a la iglesia, a la escuela, al prestigio social. Pero también es un relato sobre el descubrimiento del placer. Un placer que es erigido como misterio, como concelebración del cuerpo, como refugio frente a la hipocresía y el peso del mundo.
El personaje empieza a encontrar su camino, su signo; que será la rebelión, en contraposición con una de sus tías, objeto de sus primeros deseos, que con el tiempo absorberá la tradición secular que la conforma y se convertirá en una mujer ambiciosa, implacable y calculadora. Es también el tiempo del encuentro con otra pasión intensa y arrolladora: el odio, encarnado en un padre ausente, egoísta y contradictorio. Así también, entre el odio y el placer, surge la conciencia de una realidad insoslayable: la certeza de la muerte.
Todo esto se nos presenta a partir de una estructura fragmentada, plena de un lenguaje instrospectivo y de frases contundentes, reveladoras: El pasado está ligado a uno por la nostalgia. Quien no tiene nostalgia no redescubre su pasado.
La segunda parte, titulada Las palabras de la tribu, comienza con una hermosa reflexión que acaso revela el sentido pleno de la novela: El pasado es una perspectiva que se difumina en un horizonte inexistente. De pronto se borra. Entonces se comienza a inventar. Nace la historia. Los hombres de carne y hueso que se han convertido en polvo se convierten en personajes de una leyenda. Son seres que surgen de la imaginación. Ya no son los mismos, los originales, sino un calco. Los seres que uno amó van perdiendo su rostro y se tornan en una sombra que uno reinventa cada día para forjarse un pasado y no perderse en el limbo de su propio existir, que día con día también desparece. Uno se mira al espejo y ya no es el de ayer, el de hace unos meses; menos el de hace unos años. Es otro. Otro que descubre que lo importante va no es lo que desapareció con uno, sino lo que se vive día a día en el presente. Esto es lo que se tiene, lo que se posee; lo demás, el futuro y el pasado, no existen.
Y sin embargo, nos dice Flores, el presente nos sirve para forjar el futuro, que puede ser colectivo, solidario, más humano. De ahí nace un relato acerca de las decisiones de un muchacho que lo llevan a insertarse en la lucha revolucionaria. Pero el relato no es heroico. No se idealiza ni el proceso, ni a sus protagonistas ni las decisiones-tomadas. Por el contrario, lo que se va' revelando en el camino es una lucha por el poder, profundamente encarnizada, a veces hipócrita y violenta.
Pero, de manera paralela a esta inserción y a estos descubrimientos, el personaje encuentra también un camino que lo lleva a las palabras. Se convierte en un poeta, en alguien que es capaz de nombrar las cosas que están sucediendo, el mundo que lo está envolviendo, las preguntas que se suceden sin tregua en su imaginación y en su realidad. Ha encarnado un oficio que no cesará, una pasión extraña v lúcida que le enciende los ojos en medio de una noche profunda. Es un solitario, pero lleva en él un lenguaje que incendia el mundo.
De otros incendios nos habla la tercera parte, La luz en el espejo. Estructurada a partir de breves capítulos que corresponden a tiempos diversos del tiempo de la novela, que es también el tiempo de la vida del personaje, cada uno nos cuenta un acercamiento al amor, desde una iniciación torpe, plena de asombro y de miedo, pasando por diversos ensayos, fracasos y desencuentros, hasta la reposada intensidad de una relación más madura que intenta la libertad en medio del desierto. Nadie sabe lo que es el amor, nos dice Flores, pero también nos recuerda que es en el amor donde encontramos un sentido que nos libera, aunque sea de manera momentánea, de la muerte.
El ciclo lo cierra la estancia titulada El guardián del enigma. Hay aquí una espléndida metáfora sobre el viaje y sobre el tiempo. Mientras se encuentra en una tierra extraña, el personaje escucha un tren pasar y piensa entonces en los trenes que lo han llevado a los destinos de su vida. El tiempo, los tiempos, de la existencia, se convierten en uno solo a través del viaje. Nos lo cuenta un poeta que tiene la capacidad de despertar en nosotros las sensaciones perdidas en la memoria.
En un periplo que se vuelve vital pero también bastante literario, con referencias al Ulises de Joyce, a la obra de Jackson Pollock o a la geografía de los cafés y de los paisajes interiores, el personaje conduce sus pasos a un final inesperado, aunque anticipado ya en el título de la novela.
Así se cierra esta obra de una literatura que no puede calificarse sino como mayor. Relato de los tiempos del tiempo. Espejo que combate por un reflejo arrebatador y oscuro. Universo de palabras que nombran la historia más íntima y se convierten en incandescencias, en labios aterrados, en preguntas abiertas, en epifanías.
Marco Antonio Flores ha cerrado un ciclo literario que nos iluminará más allá de nuestras propias noches. ¿Qué podemos obtener de él, podrían preguntar las mentes prácticas de un tiempo como el nuestro? Y podríamos decir que muy poco que sea tangible, que ninguna certeza, que en medio de tantas palabras tan bien dispuestas lo único posible es un espejó terrible que nos enseña el horror de nuestro propio y despiadado cuerpo. Un viaje hacia la noche. Pero también una mirada que descansa en la verdad y en lo inefable.
Entonces llega la paz, no la de tanto imbécil de buena voluntad que habita nuestro tiempo entre el consumo y las filosofías baratas, sino la del que aprende en medio de un bosque nocturno a guiarse por las luciérnagas. Porque, como nos dice Nikos Kazantzakis en uno de los epígrafes de este libro: No creo en nada. No espero nada. Soy libre.
Gracias por mostrarnos la libertad, Marco Antonio Flores.


[1] . Eduardo Villalobos. (Guatemala, 1974). Ha publicado poesía, atentos), artículos de opinión) crítica en periódicos y revistas. Licenciado en comunicación por la USAC, posee una maestría en edición. Actualmente trabaja como editor: Autor de los libios de poesía. El ojo en la vela y Lunas sucias. Este artículo fue publicado en la revista La Ermita.