sábado, 5 de noviembre de 2011

Buenas costumbres, Oswaldo Hernández



La intimidad no puede ser obscena. No. No puede serlo. Debe ser críptica. Algo así como un código de conducta del que nadie pueda saber de su existencia. De lo contrario la estructura, la subsistencia, las palpitaciones, el sudor de manos, todo, se volvería angustiosamente insoportable. Y por ello lo íntimo es un resguardo que puede convertirse en costumbre. Vamos, quizá se trate  del único lugar en el mundo en el que se pueda admitir que no se está para nada a gusto y aun así seguir con ello, en silencio, no estoicos pero sí conformes.
Nos educan para acostumbrarnos. Para ser a lo mejor buenos.
Y por lo regular la tarea de lograr este artificio se hace desde un lugar más bien oscuro, lúgubre. Qué nadie se atreva a levantar el interruptor de las luces en lo subrepticio. Que nadie enfoque más allá de las fachadas. Que no se atreva nadie a llegar al interior.
Denise Phé-Funchal, por eso, se ha pasado un poco la raya. Se ha saltado ciertas seguridades, algunas barreras, manipulado los candados. Denise, hay que decirlo, ha visto la vida familiar. Y lo ha hecho desde el interior.
Si la familia es la base de la sociedad, la familia es un error.
Papá y mamá son esos seres extraños, demasiado codificados, que asechan con sus diálogos internos. Mamá y papá, en cada cuento íntimo de Denise, suelen cumplir la función más exacta de su significación: son contexto, circunstancia. Asfixian. Y desde luego sus consejos, sus conductas, sus apoplejías mentales son sugestivamente imitables. ¿Qué papá, qué mamá, qué familia no proyecta todas sus frustraciones, sueños y bancarrotas en cada uno de los elementos que la conforma? El sistema se afecta por cada una de sus variables. Variables que actúan conforme a sus anhelos, a sus actos sumisos, perplejidades y recuerdos.
Papá quiere verse en el reflejo de su hijo. Mamá quiere imaginarse así también. Y por ello quieren esculpir y pulir tanto hasta transformar a los niños en espejos un poco deformados.
Los niños se coleccionan, se compran, se amoldan, se distribuyen. Y los seres se construyen. Lo dice Denis: “Construir un ser es una tarea inmensa, es pensar en las posibilidades, en las combinaciones que darán vida y argumento a su pequeño cuerpo de calcio y ácido esteárico, es pensar en su voz y en los motivos de su alma. El alma está compuesta de uñas”.
Quizá por eso la vida se llena de reclamos y peticiones y, en este libro, de fragmentos y seres seriados, con alguna que otra porción de alma.
Denise tiene un talento para crear ausencias, también fantasmas y misterios. De eso se constituyen sus personajes. Y en ello radica su credibilidad.
Lo que cargan en el interior contrasta con la urbanidad. Con toda la realidad. Salen, buscan existir en alguna calle, logran acaso interactuar, llegar si mucho al patio de la casa, sobrevivir la cotidianidad, pero lo que realmente llevan a cuestas en cada instante, muy conscientes, sobre su cuerpo y también su pensamiento, es el peso que los remite a un hogar, a un sentido de conflicto y pertenencia: los hermanos que ya no están y que hay que reemplazar a toda costa, mamá  llorando en una esquina de la casa sin consuelo, las manos de papá cargadas de caricias debajo de los vientres. Los golpes, las cucarachas, los correctos modos de actuar. Las exigencias habituales de la sociedad, ya saben, sonreír, criar niños para tener donde depositar todo lo adverso que hemos tenido que arrastrar, proyectarse, pensar en que los matrimonios pueden ser felices.
Pensar en que algo así es posible.
Y entonces, regresar a casa. Repetir cada cosa a diario. Tener itinerarios. Distribuir las actividades. Tener intimidad y hacerla habitual. Una costumbre, una buena costumbre hasta que ésta misma consista, finalmente, en encontrar nuestros nombres resaltados en las páginas de los obituarios. Así.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario