El amor y la muerte
¿Cómo entienden las mujeres el mundo? Nunca lo he sabido. Incluso ahora que recuerdo mi vida no logro encontrar una señal que me dé certeza a esa interrogante. Sólo intuyo. Y mi intuición no me conduce a ningún lugar. Ellas se mueven como en la sombra, construyen sus propios espacios cerrados a los cuales el hombre no alcanza penetrar. Un hombre y una mujer enfrentados en la unidad son dos desconocidos. Cada uno traza su propio camino y estos quizá jamás se encuentran. Así que lo que uno busca en ellas es lo desconocido, lo extraño, el misterio; el que si alguna vez logra esclarecer va a alcanzar el conocimiento y la sabiduría, nunca la felicidad; porque el descubierto al verse desnudado se convierte en enemigo del otro.
Aquella muchacha que había logrado desatar los nudos que me unían a la señora –como la tildaba mi madre–, era extraña, era un misterio, el misterio. Cuando la conocí navegaba con la careta de la felicidad. Pero siempre supe, no sé por qué, que era una máscara, un gesto falso, impostado. La primera vez que la vi subía las escaleras del Conservatorio Nacional de Música tomada de la mano de un amigo; más bien, de un compañero mío de la Facultad de Medicina. Ambos tenían alguna experiencia en el quehacer teatral. Así que aquella noche llegaban para iniciar los estudios en la Escuela Nacional de Teatro. También yo estaba ahí para eso. Cuando los vi trenzados de la mano intuí alguna falsedad en aquella forma de ligarse físicamente, pero que sólo era eso: la superficialidad de un gesto que explica la incapacidad de la unión interna, esencial, entre dos seres que navegan por la realidad con una bandera que los protege de sí mismos y de los demás. Mi compañero parecía más seguro de lo que sentía; ella tenía la mirada perdida, como si estuviera refugiada en una barca extraviada en medio del océano después del naufragio de la nave en la que viajaban. Me la presentó y ella me tendió la mano pero no me miró. Era preciosa, menuda, indefensa exteriormente, pero se adivinaba en su interior una fuerza incontrolable que me sorprendió y me asustó. Asumí la relación sin ninguna convicción. Y se mantuvo mucho tiempo así, de lejos, de muy lejos. Yo por entonces vivía con intensidad aquella relación con la mujer casada que me sacaba diez años de edad. No lograba fijarme ni en el rostro ni en los gestos ni en las angustias y frustraciones de otra mujer, fuera esta quien fuera.
Pasaron muchos meses y diariamente miraba sin mirar la misma imagen: una pareja que subía las escaleras tomada de la mano, en la que uno de los dos mantenía siempre esa actitud hierática e indiferente ante la solicitud, el enamoramiento, la deferencia y el obvio amor de su pareja. A instancias del muchacho, del novio, decidimos iniciar el montaje de una obra teatral fuera de los marcos de la Escuela. Para aquello organizamos el grupo y buscamos y encontramos la obra adecuada para su montaje. Un grupo teatral que está preparando la puesta en escena de una obra se convierte en un crisol en el que todos sus componentes forman una mezcla que poco a poco se va convirtiendo en una masa consistente que se utiliza para construir una unidad expositiva. Para lograr esto, los miembros del grupo deben establecer una corriente intensa entre todos ellos. Ella no alcanzaba a encajar. Siempre estaba en otra galaxia. Aquello comenzó a atraerme, a inquietarme, hasta que un día desapareció, no llegó al ensayo. Luego de dos días de ausencia que nos estaban desajustando la unidad y la continuidad del trabajo, su compañero nos confió la razón: aquella niña de dieciocho años había intentado suicidarse. La impresión del grupo fue tal que en ese instante se suspendió el montaje. Pero a mí aquello me descolocó. En mi experiencia no tenía un antecedente trágico de esa dimensión. Es más, incluso cuando a los veinte años yo había decidido, muy prematuramente, que cuando mi vida la considerara sin sentido yo terminaría con ella, aquello me traumatizó. Por primera vez reparé en ella como ser humano, como mujer. Aquella noche tardé mucho en dormirme, pensaba recurrentemente en ella y en su intento de suicidio. ¿Qué podía haberla llevado a aquello? ¿Qué terrible razón habría para que lo hubiera intentado? ¿Cómo, de qué forma lo había hecho?
Al día siguiente nos reunimos en la platea, frente al escenario donde ensayábamos para discutir sobre el futuro de nuestro trabajo. La obra de Dino Buzatti se cancelaba definitivamente, pero ¿qué haríamos de ahí en adelante? Mientras se hablaba de aquello yo seguía pensando en la muchacha suicida. Al final, cuando llegamos (o más bien, llegaron) a conclusiones, yo propuse que nos fuéramos a una cantina cercana a bebernos un trago. Aceptaron. Mi plan estaba en camino.
Compartimos charlas sobre teatro y otras preocupaciones comunes; en el momento menos esperado le pregunté a mi cuate de la Facultad y novio de aquella niña ¿cómo intentó suicidarse tu novia, y por qué? Él pegó un respingo y los demás se callaron, asombrados. Pensé que nunca me iba a responder. Luego de un corto pero intenso silencio comenzó su relato: “No es la primera vez. Hace alrededor de un año y medio su padre abandonó la casa por otra mujer. Dejó a la familia, su mujer y cinco hijos casi en la indigencia; no volvió a ocuparse de ellos, ni del pago del colegio, ni la alimentación ni la ropa: nada. Tuvieron que rentar la casa donde vivían y, en los últimos cuartos del fondo, hacinarse, construyendo una cancel de madera para separar las viviendas. Yo tuve que hacerme cargo de muchos de los gastos porque ella ya era mi novia. Fue entonces que se decidió nuestro casamiento. (Aquella noticia me conturbó todavía más). Una noche recibí un llamado de la madre, quien angustiada me avisó que su hija estaba en el hospital, que había intentado matarse ingiriendo una gran cantidad de pastillas para dormir: que la habían llevado de emergencia al hospital en donde le habían hecho un lavado y que ahora estaba en terapia intensiva porque no se sabía aún si sobreviviría. Desde entonces vivo en un hilo. Desde que me levanto hasta que me acuesto vivo pendiente de ella. Se me ha convertido en una obsesión. Intento darle todo lo que soy y todo lo que tengo. Pensé que con mi entrega ella lograría superar la carencia y el abandono de su padre. Construí un segundo piso para colocarle un hermoso dormitorio y que dejara el hacinamiento con sus hermanos. Entre ellos se ha despertado un odio mutuo intenso y destructor. Ahora ya no sé qué pensar. Anoche volvió a intentarlo ingiriendo somníferos en gran cantidad y un cuarto de aguardiente. La salvaron de milagro.”
Cuando terminó su relato aquel hombre de veinticuatro años, un año mayor que yo, estaba llorando. Yo no lograba develar lo que sentía. Estaba fuera de mí. Era otro enfrentado a mí. No quería sentir lo que sentía. No quería descubrir mi miseria humana. Pero muy en el fondo de mí sabía que sentía una atracción enfermiza por aquella tragedia cargada de muerte y por su víctima.
Pasaron algunas semanas y una tarde, minutos antes de que dieran inicio los cursos en la escuela de teatro, vi aparecer a aquella pareja subiendo las escaleras tomados de la mano. Sentí que la cólera me subía por el esófago y se me alojaba en la garganta. Fue algo inesperado, jamás me había importado. Sentí envidia y, finalmente, el cuerpo se me aflojó y me recosté en la pared con la espalda fláccida. Hasta a mí llegaron ambos. No los quería cerca pero me rodearon, como acosándome. Miré los ojos de ella y me asusté. Comprendí que él le había contado acerca de mis preguntas en la cantina y me sentí atrapado. Sus ojos, que jamás levantaba para mirar a nadie estaban fijos en mí. Algo se me desprendió dentro y supe que estaba atrapado. Comprendí que no podría escaparme y el cuerpo se me llenó de alegría y de energía, fijé mis ojos en los suyos y acepté lo que me ofrecía.
Durante varios días deambulé dentro de mí intentando explicarme lo que me había pasado. Me sentía traidor. Traidor a todo y a todos. Pero no podía desprenderme de su mirada. Llegaba a la escuela y me sentaba hasta atrás, para no mirarla. Pasaba las tardes haciendo el amor furiosamente con la señora (como le llamaba mi mamá), pero al llegar y mirarla me olvidaba instantáneamente de todo. Hasta que me cansé de mí mismo y de mis extraños procederes; me cansé y comencé a planificar la forma de llegar a ella sin que mi amigo lo sospechara, y menos se enterara de ello.
No hubo necesidad. Una mañana, como a las siete y media, cuando acababa de llegar de deambular toda la noche por cafés y cantinas tratando de recordar y de olvidar sus ojos, tocaron a la puerta. Abrió mi madre, subió las gradas y tocó la puerta de mi recámara. Adormilado pregunté que quería tan temprano. Te buscan. Quién. Una muchachita. Enfatizó la palabra y en su tono se adivinaba una alegría extraña. Me levanté y me vestí; salí, me lavé la cara en el baño que quedaba al lado de mi habitación y bajé las escaleras. Al pie estaba mi madre. Dónde está y quién es. Es una niña preciosa y está en la sala. Cuando me asomé la encontré sentada en el sillón. Sentí un golpe en el estómago y una erección inicial que me obligó a sentarme. Nos fuimos caminando despacio hacia el instituto donde estudiaba. Durante todo el camino no hablamos. En la tarde, a la hora de salida del estudio, llegué por ella. Mi mente estaba en blanco. Durante todo el día intenté pensar en lo que haría pero siempre terminaba pensando en la señora, en mi amigo, en mi capacidad de traición y miseria. Caminamos de nuevo en silencio. Pasamos enfrente de mi casa. Ella vivía a unas cinco o seis cuadras. Llegamos al Cerro del Carmen y no seguimos hacia donde ella habitaba. Subimos la colina y nos sentamos en una banca antigua de piedra que estaba debajo de una tupida enramada. Juntos, adheridos, amalgamados, sin movernos. Subí el brazo y le rodeé el cuello. La besé.
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