Fragmento del capítulo II de Revoluciones sin cambios revolucionarios. Ensayos sobre la crisis en Centroamérica.
El desafío más avanzado al orden oligárquico ocurrió en el país socialmente más atrasado de la región, el del Estado nacional menos nacional: Guatemala. La crisis del liberalismo histórico, expresión de la hegemonía oligárquica en Centroamérica, se planteó en este país por medio de una salida revolucionaria. Con la renuncia del general Ubico en junio de 1944, y la derrota militar de su heredero, el general Ponce Vaides a través de una insurrección cívico-militar en octubre de ese año y posterior elección, del primer presidente civil electo democráticamente el Dr. Juan José Arévalo, ocurrió un cambio en la élite gobernante. El cambio hacia un régimen democrático se apoyó en la más amplia participación popular; el voto universal afirmado por un sistema de partidos políticos que llevó al gobierno una nueva constelación social dirigida por la pequeña burguesía urbana.[1] En menos de un semestre, Ubico fue sustituido por Arévalo, sin embargo, una década después el desafío terminó con la sustitución en el poder de Arbenz por Castillo Armas. El significado de este cambio ha sido objeto de las más variadas interpretaciones.
La importancia de lo logrado en el proceso, la democracia electoral, amplia organización social, libertades políticas, atención a la educación y a la salud pública, autonomía municipal y otros logros, se valoran más por la naturaleza del atrasado escenario nacional en que surgen.[2] Lo importante de ese trayecto histórico fue la radicalización del proceso que con Arbenz planteó el primer desafío estructural, la modificación de las relaciones de trabajo en el agro y un limitado cambio en la tradicional tenencia de la tierra. La democracia es el primer logro importante y sin duda antecedente necesario de la reforma agraria que resulta más difícil de explicar, porque constituyó el inicio de una revolución social. Esta, fue una contingencia histórica en una sociedad donde todavía había relaciones precapitalistas de trabajo y el código civil regía las relaciones laborales. El precapitalismo bloqueando el desarrollo.
Son numerosos los analistas que califican esta experiencia como una revolución, pero pocos son los que como S. Tischler la justifican con razones fundadas. Así, la insurrección del 20 de octubre de 1944 que transcurrió en una noche casi incruenta, al presentarla como una derrota del viejo ejército, le permite afirmar que ahí se “ha quebrado la armazón del Estado liberal oligárquico” y que un nuevo Estado, democrático, empieza a surgir [Tischler, 1998: 266 y ss.]. La crisis y fuga del dictador liberal, la constitución de un nuevo gobierno y un cambio de régimen político le lleva a afirmar que se trata de la bancarrota de una vieja forma estatal que da paso a un cambio profundo en la sociedad guatemalteca.
Hay cierto atropello a la sindéresis al afirmar que la victoria electoral de la amplia alianza antidictatorial, en diciembre de 1944, fue otra forma de derrota histórica del liberalismo a manos de “una fuerza nacional nueva de la que brotaba el empuje y la legitimidad de la revolución” [Tischler, 1998: 275].[3] Solo la magnitud del atraso social, cultural, político autoriza, en una comparación hacia adentro, a calificar estos cambios como revolucionarios. Hacia fuera esto fue como ponerse al día, poner en su lugar histórico las manijas del reloj.[4]
Lo que ocurrió en Guatemala a partir de 1944 alcanzó una enorme significación antioligárquica en toda la región porque implementó cambios que la subjetividad conservadora apreció como radicales aunque sólo fueron, en rigor, rectificaciones vividas como la negación del pasado en el plano de las formas jurídicas, de las relaciones políticas y culturales, es decir, en dimensiones más que simbólico culturales de la sociedad. ¿Qué importa más para calificar un proceso de cambio? Las revoluciones se reconocen más en los cambios que introducen en el Estado y su capacidad de imponer transformaciones sociales y culturales, que en su prosopopeya oratoria.
La amplia coalición democrática dirigida por la pequeña y mediana burguesía triunfante, se fue erosionando paulatina pero irreversiblemente entre 1945 y 1952; algunos grupos de ella fueron incapaces de entender el ánimo reformista que significaban las relaciones laborales modernas y el sindicalismo libre, la organización partidaria, el ejercicio libre de los derechos políticos, la tierra arrendada sin aparcería. Importantes sectores de la pequeña burguesía y otros grupos medios se pasaron al campo de la reacción oligárquica, estimulados por el clima envenenado de la Guerra Fría; sin ser antidemocráticos se volvieron anticomunistas, para terminar siendo contrarrevolucionarios. Este recorrido comprobó que las clases medias en su actuación política se escinden y como en todas partes sólo un sector puede protagonizar cambios revolucionarios.
Ya no sólo para las clases medias, sino para el conjunto de intereses oligárquicos, la prueba considerable de la voluntad de cambio fue la cuestión de la tierra donde los campesinos son los importantes. La ideología modernizadora que animó a los intelectuales radicales se trasladó a sectores de trabajadores y artesanos urbanos, a diversas capas campesinas y otros grupos pobres, dominados. El apoyo campesino fue cobrando fuerza política cuando el gobierno arbencista promulgó la reforma agraria y abrió las expectativas de recibir la tierra. La ley se proponía la modernización capitalista de la agricultura para dar paso al desarrollo independiente, con un proyecto nacional-popular de fuerte carga antimperialista. La ley agraria prohibió las relaciones precapitalistas de trabajo en el agro, empezó a expropiar la tierra ociosa de quienes tenían en exceso y pagó su valor conforme la declaración fiscal de la fecha.[5]
Estas medidas y el clima que creó la organización campesina fueron como puñaladas directas al plexo vivo de los intereses y la cultura de la burguesía oligárquica. Menos que sus intereses materiales fue su ideología, su manera de vivir la historia, la cultura colonial con la que explotaron a los campesinos-indígenas lo que se agravió tan directamente. Expropiar la tierra, en rigor, no sólo puso a prueba la calidad colonial y oligárquica de los intereses dominantes sino su misma condición burguesa. Desencadenó con furia todas las fuerzas sociales, políticas y culturales con un hondo sentimiento de clase. Con la expropiación de la United Fruit Company, el más grande terrateniente nacional se golpearon los intereses norteamericanos. No fue casual el amplio frente social que surgió en la oposición y que la alta dirigencia de la Iglesia católica se pusiera al frente de la ofensiva de la derecha.[6]
La derrota del proyecto nacional-popular en 1954 ocurrió en el inicio de la Guerra Fría. Para esas fechas las fuerzas políticas que formaron el amplio frente antiubiquista se habían dividido en torno a una estrategia radical. En 1944 tuvo una amplia conformación multiclasista y dirección burguesa, pero se fue reduciendo paulatinamente y el sector más reaccionario, ya disminuido en 1952, perdió las elecciones frente a Arbenz. Hasta aquí habían jugado a ganar con métodos liberales por el amplio respaldo que ganaban con el apoyo de la iglesia y la prédica contra el comunismo.
El frente arbencista con la dirección de tres partidos incluido el Partido Guatemalteco del Trabajo (pgt, comunista), conformaron una pequeña elite radical de clase media que organizó sindicatos y ligas campesinas y ganó así nuevo apoyo popular. Fue una dinámica socialmente polarizada, pues a medida que se pasaban al campo contrarrevolucionario la mediana y baja burguesía, aumentaba la presencia organizada de las clases subalternas (campesinos, obreros y artesanos, gente con y sin oficio y bajas clases medias). Hay que admitir que la proclama anticomunista unificó a tirios y troyanos, ricos y pobres, campesinos y finqueros, que ganaron más voz que voto y que conformaron un frente contrarrevolucionario mayoritario.[7]
La radicalización del proceso se debió en parte a la fuerza ideológica, la influencia desproporcionada del pgt y la receptividad del presidente Arbenz. Las fuerzas antiarbencistas adquirieron desconocido vigor por motivos propios de esta cultura política “finquera”, y los reclamos religiosos permitieron a la oligarquía burguesa parapetarse tras la Iglesia católica, movilizada políticamente por la acción de su alta jerarquía.[8] La política norteamericana multiforme, cobró presencia mortal utilizando la alta oficialidad del ejército, que al traicionar a Arbenz ratificó su inequívoca lealtad a la oligarquía. La Revolución de Octubre en la etapa en que iniciaba su definición como una revolución democrático-burguesa terminó sin poder defenderse, como un desastre político. El 27 de junio de 1954 el coronel Arbenz anunció su renuncia abruptamente, denunciando el complot de la cia por intermedio del embajador Peurifoy; a su renuncia siguieron sucesivos cambios ente los altos oficiales del ejército que terminaron por nombrar a Castillo Armas como jefe de Estado. Los actores del movimiento popular revolucionario no pudieron pelear; la renuncia de Arbenz tomó por sorpresa a todos.[9]
Pese a su fracaso que se califica como total, la ofensiva antioligárquica dejó lecciones, terminando con las ilusiones acerca de las clases y la correlación de fuerzas populares, con la lección de que no es posible ir más allá de los límites que los escenarios establecen al margen de la voluntad de los actores; nunca como en ese momento fue cierto que la historia la hacen los hombres pero en un escenario que ellos no señalan. Una porción de tales límites la establece el hecho que ni la economía, ni la sociedad ni el Estado en Guatemala (Centroamérica) eran esencialmente capitalistas. La esencia contradictoria establece que para construir el capitalismo ya tendría que haber empezado a ser capitalista, lo que en este lenguaje implica que el capital como relación social de producción no era aún dominante y que en consecuencia lo burgués tampoco calificaba las relaciones de poder.
La derrota del proyecto democrático-burgués, en consecuencia, ocurrió no porque no había industriales con intereses propios y un proletariado fuerte forjado en luchas clasistas. Fue la estructura agraria, la finca y las relaciones precapitalistas las que lo impidieron; la industrialización, la democracia liberal llegaron décadas después al precio del horror de la contrainsurgencia.
Sin embargo, pese a la calidad de la derrota popular no se produjo una abierta restauración del pasado liberal-oligárquico en su expresión más negativa, un regreso al ubiquismo. Varios rasgos del cambio reformista se mantuvieron, a tono cómo se operaba de manera coetánea en el resto de Centroamérica. La comparación es muy relativa porque en Nicaragua o El Salvador las iniciativas modernizadoras en lo económico no estuvieron tan cargadas de represión política como en Guatemala, por la simple razón que en este país esas iniciativas ocurrieron en el escenario contrarrevolucionario del antiarbencismo. Las raíces de la nueva crisis revolucionaria se encuentran ahí y en algunos datos como los siguientes.
El gobierno de Ydígoras Fuentes (1958-63), el primero electo sin fraude por las fuerzas anticomunistas es un buen ejemplo de inconsistencias sustantivas: inicio del boom económico, fracturas de la clase dominante y extensa agitación social. Ambidiestro, con la mano derecha intentó superar las rivalidades entre las facciones de la “familia” oligárquica (1962); a través de una oferta política, el programa de Reconciliación Nacional, ofreció a la nación una época sin litigios. Y con la izquierda, abre el juego para que participen algunos sectores democráticos excluidos.[10] No ha sido valorado suficientemente el carácter de este momento calificado como un proyecto de democracia-de-la-derecha. Muchos exilados arbencistas volvieron, empezaron a organizarse sindicatos y organizaciones sociales y lo más importante fue la convocatoria a elecciones presidenciales, que permitieron, entre otras medidas, la inscripción de la candidatura del Dr. Juan José Arévalo, indiscutiblemente ganador de haberse celebrado. La acción militar lo impidió y se desperdició así la oportunidad de democratizar, bajo nuevos signos, al país.
El golpe militar de marzo de 1963 constituyó una prueba más de la incapacidad democrática de las fracciones duras de la burguesía y el ejército. Fue una medida política orquestada por el ejército que como institución decidió sustituir al viejo general Ydígoras, veleidoso en su juego democratizante, por el ministro de Guerra, el coronel Enrique Peralta Azurdia. Este golpe militar tuvo efectos profundos en el destino de la sociedad guatemalteca. De nuevo unas preguntas sin respuesta: ¿qué hubiese sucedido si en las elecciones de diciembre de 1963 hubiese triunfado Arévalo? ¿Se habría evitado la matanza de 36 años? El golpe fue el punto de partida de un proceso que condujo 18 meses después al inicio del “conflicto armado interno”.
[1]. El voto se proclama como una obligación para todos, pero secreto para los hombres alfabetos, público para los hombres analfabetos y optativo para las mujeres alfabetas.
[2]. Por ejemplo, el Código de Trabajo se promulgó en 1943 en Costa Rica y en 1949 en Nicaragua, considerado éste como el más avanzado de América Latina; Gould [1985] informa que en ese momento Somoza intenta tener un corte populista inspirado en el peronismo.
[3]. Se trata de unos cambios que contrastan con el pasado dictatorial, cerrado y asfixiante de la vida social. En función del atraso lo que ocurrió en Guatemala no fue un milagro político sino un intento revolucionario que se frustra antes de cobrar vida. Sin duda, el país no volvió al ubiquismo liberal, pero la oligarquía y sus formas de dominio sobrevivieron aún treinta años más.
[4]. De hecho, nadie discute que aquella fue una revolución. Por ejemplo, los valiosos trabajos de Alfredo Guerra Borges [1988], y los trabajos contenidos en los dos tomos recopilados por Eduardo Velásquez Carrera [1994].
[5]. Un documentado análisis del gobierno de Arbenz y de su voluntad reformista aparece en Piero Gleijeses, La esperanza rota: la revolución guatemalteca y los Estados Unidos, 1944-1954.
[6]. En la historia política de Centroamérica, a partir del clima que estimuló la Guerra Fría, no puede dejar de mencionarse como un influyente fenómeno el movimiento y la ideología anticomunista. El anticomunismo se convirtió en Guatemala en sinónimo de antiarbencismo y contrario a toda medida democrática.
[7]. La oposición de centro-derecha triunfó siempre en la capital, donde eligió alcaldes y alcanzó a tener unos 12 diputados en el Congreso, llamados “los doce apóstoles”; obviamente, no fue en el terreno electoral donde jugaron a ganar.
[8]. Por ejemplo, el traslado de unas monjas que venían prestando un servicio público –la Casa del Niño– a otro sitio de trabajo fue considerado como un acto irreligioso, que “reventó” los sentimientos católicos en el ámbito político.
[9]. La intervención norteamericana ha merecido numerosos estudios, entre ellos: José M. Aviar de Soto, Dependency and Intervention...; Richard H. Immerman, The cia in Guatemala...; Stephen Schlesinger y Stephen Kinzer, Bitter Fruit...; y especialmente el trabajo de Piero Gleijeses, La esperanza rota...
[10]. La figura y la actuación de Ydígoras Fuentes es esencialmente contradictoria; fue partidario entusiasta de la Alianza para el Progreso, tomó parte activa en la política anticubana de Estados Unidos, dio apoyo pleno a los primeros pasos del proyecto de integración centroamericana. Una relación puntual de su papel en la historia de Guatemala aparece en el libro de Roland H. Ebel, Misunderstood Caudilloo..., especialmente pág. 299 y siguientes.
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