Poco a poco se van cerrando las puertas al ingreso de ilusiones. Vienen los hijos, llegan después los nietos, con un poco de suerte hay espacio para los biznietos, y paremos de contar.
Claro está que tampoco debe uno correr los cerrojos y encerrarse a cal y canto, porque más de una ilusión queda afuera tramitando su posible acercamiento. Un amigo, un disco compacto, un libro —entre pocos más—, son posibles reencuentros con el mundo exterior plagado de ofertas, no todas de excelente condición.
Como de amigos y de discos compactos no puedo quejarme (y muchísimo menos de los hijos y de los nietos), lamento haber caído en la tentación de comprar, hace meses, un ejemplar del Código Procesal Penal, a la venta en uno de los puestos callejeros que merodean el edificio de Finanzas como muestra clara de que la economía subterránea es inevitable.
Razón más que evidente tiene el dicho popular al afirmar que lo barato sale caro. Se trataba de un volumen mal impreso, con apariencia de una vulgar fotocopia, sin índice, sin notas, sin nada que le prestara un poco de dignidad, de la que debe gozar —o, al menos, aparentar–, un texto legal de actual e inmediata vigencia.
Después tuve la oportunidad de ver en manos ajenas una edición notablemente bien impresa del mismo Código "concordado y anotado con la jurisprudencia constitucional" y dotado de la exposición de sus motivos. Una edición pulcra, correcta, meritoria, con un precio unas 100 veces superior al del primero que adquirí, pero que, en tales circunstancias, es lo de menos.
No fue fácil conseguirlo en el mercado, hasta hace apenas unos días, cuando salió la quinta edición. De noviembre 1997 a agosto del 98 son cinco las ediciones que avalan su publicación. Todo un milagro editorialista, en nuestro medio, que debe tener gratamente sorprendidos a sus autores y que, envidias y fraudulentas copias aparte, debe ser un aliciente para todos.
Se lee, pues, en Guatemala y, más que nada, se agradece la buena presencia de dignos ejemplares. Aunque sea como instrumento de trabajo dentro del compactado y exclusivo mundo profesional de la abogacía, que también sabe distinguir la excelencia de la ramplonería. Así que, como digo en el título de esta columna, ya lo tengo, tengo en mis manos un ejemplar del Código Procesal Penal concordado y anotado por don Raúl Figueroa Sarti, quien no es abogado pero parece serlo.
Si a usted, caro lector, no le ha caído muy en gracia el tema de esta columna, o si ha encontrado un tanto insípido el desayuno dominical de hoy, no lo tome a mal. Un buen libro vale más que mil desayunos. ¿Me dice que usted no es abogado y que no le interesa el tema? Puede ser. Algún día caerá entre sus redes. Pida al cielo que su abogado tenga a mano este libro.
(*) Publicada en Prensa Libre el 27 de septiembre de 1998.
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