lunes, 22 de julio de 2013

Reseña de: Edelberto Torres Rivas, Revoluciones sin cambios revolucionarios, por Viviane Brachet-Márquez



En Revoluciones sin cambios revolucionarios, Edelberto Torres Rivas nos habla, en un conjunto articulado de ensayos (cómo él lo expresa,  p.1) de sus reflexiones sobre la trayectoria histórica de Guatemala, El Salvador y Nicaragua, los tres países de América Central en los que las luchas revolucionarias estuvieron cerca  de transformar radicalmente la distribución de los recursos entre las elites y las masas, y las reglas del ejercicio del poder político. El autor construye y ahíla conceptos que son claves en cualquier análisis de la formación histórica de la relación entre Estado y sociedad en América Latina, utilizando a los países de referencia como casos con sus especificidades propias, a  la vez que dejando espacios para que el lector entrevea otras aplicaciones en la América Latina de la post- independencia y post-revolución.

Aquel procedimiento ensayista es viejo como el mundo, pero no todo el mundo lo utiliza con la destreza y la elegancia intelectual de Edelberto Torres Rivas en este libro. A esto se agrega la libertad total que se toma para crear categorías analíticas felizmente iconoclastas, dejando a un lado las muy desgastadas dicotomías del marxismo o de la teoría de la modernización, y permitiendo que miremos con lentes inhabituales la realidad histórica de América Central (AC) y más allá. 

El primer golpe a los viejos conceptos es dado cuando al término de oligarca se apende la noción aparentemente contradictoria de ‘burgués’, significando que la oligarquía no es una condición fija sino que evoluciona históricamente. En AC, escribe el autor, “una fracción [de la oligarquía] hunde sus raíces en la explotación de la mano de obra, y otra se traduce en el control sobre el capital, vinculándose con el mundo financiero de manera más “moderna” (p. 49). Esta plasticidad explicaría la longevidad excesiva de la oligarquía que, no pudo superarse hasta la segunda mitad del siglo XX.[1] Pero en AC, la burguesía finquera no desempeñó muy hábilmente su papel histórico: es cosechadora del café, dejando que la burguesía industrial (mayoritariamente de origen extranjero) se lleve la mayor parte de la plusvalía. Tampoco ha sabido hacerse dueña de la producción bananera que dejó a la United Fruit, ni administrar los ferrocarriles y los puertos. Sin embargo, esa oligarquía tiene poder porque controla a la población y al Estado (pp. 47-49). En esta vena, vale la pena citar en el texto:

La hacienda no es sólo mucha tierra. Fue el resultado nuclear de la nación emergente, y el fundamento del poder de la clase dominante, el horizonte cultural para el mozo colono, ...; fuente y límite para la identidad campesina/indígena, cárcel y sitio de castigo y también lugar de las fiestas religiosas tradicionales; destino vitalicio por las ataduras serviles hereditarias y expresión del imaginario bucólico para cierta literatura costumbrista (p. 51).

El poder oligárquico tiene una temporalidad distinta para distintos países. Para CA, escribe Torres Rivas, “el sistema oligárquico liberal perdura porque la modernización parcial del sistema agrario exportador y la diversificación industrial no son contradictorios... con las relaciones de dominio político” (p. 68). Dicha oligarquía se fue desdibujando paulatinamente frente al surgimiento de nuevos centros de poder económico,  pero logró conservar su estilo propio de dominación política (p. 51).

¿Qué implicaron estos cambios para las formas de poder que se ejercieron en AC? Lejos de encaminar CA hacia la democracia, ellos “reforzaron el control autoritario, la actividad de las instituciones represivas, el predominio de la institución militar” (p. 79), produciendo, además el discurso anticomunista que “ideologizó las diferencias políticas” (p. 79). Los síntomas del cambio del sistema fueron la “pérdida de la unanimidad del orden oligárquico (p. 80) y el surgimiento de las luchas por la democracia y por la tierra por parte de los sectores medios. Este cambio fue percibido por el orden oligárquico como una amenaza que éste enfrentó con el terrorismo de Estado que a su vez estimuló la respuesta guerrillera (p. 80).

El libro plantea también la vieja pregunta que la teoría de la modernización no supo contestar: ¿por qué la modernidad, en CA, no trajo la democracia y un reparto menos inequitativo de los recursos? En AC, escribe el autor, el tándem oligarquía-militarismo jamás fue superado, siendo las demandas de mayor democracia y mayor justicia social percibidas como una amenaza mortal, y luego subversiva, que había que destruir por todos los medios, principalmente el terrorismo estatal, tolerado e implícitamente aprobado por los Estados Unidos como estrategia para ganar la guerra fría.

En el capítulo III, Torres Rivas dialoga con Marx cuando define al “pueblo” como “un colectivo que expresa, en condiciones históricamente especiales, una manera de articular intereses sociales diversos, pero no contradictorios “ (p. 180, cursivas en el texto) que incluye a los sectores medios o pequeña burguesía. Ese actor es capaz de enfrentarse a la minoría dominante en momentos de unanimidad. Ergo, la oligarquía no se enfrenta al “campesino”, sino al “populacho” (sic), mientras que algunos sectores de las clases subalternas pueden aliarse con la oligarquía (p. 181).

En el mismo capítulo, el libro plantea dos preguntas fundamentales para los estudiosos de los procesos revolucionarios: “Por qué tanta y tan prolongada violencia del Estado contra una parte importante de la población civil, ajena al entrevero de la política? [y] ¿Cómo explicar la extraordinaria capacidad de martirio, especialmente entre jóvenes, suplicio reiterado y múltiple, muchas veces evitable y en ocasiones, sin sentido?” (p. 213) Para buscar la respuesta, el autor ofrece cinco claves, explicitando cada una de ellas: 1) los orígenes históricos como herencia del presente; 2) el Estado y sus rasgos terroristas: 4) el terror rojo (que también existió); y 5) los estímulos guerreros del exterior.

La tesis presentada en el capítulo IV, hoy ampliamente compartida, es que “los movimientos revolucionarios no sólo son una respuesta a duras situaciones de explotación económica sino también a formas excesivas de subordinación política en contextos no modernos, y a cambios sorpresivos en ambos terrenos” (p. 254) En otras palabras, la opresión política no necesariamente confluye con la económica, y la dinámica de las revoluciones  se sitúa en la relación entre Estado y sociedad en contextos tanto no democráticos como no modernos (p. 255).

Un punto importante que nos recuerda el autor es que para considerarse revolucionario, un movimiento debe buscar destruir el poder estatal y sustituirlo por otro con una relación radicalmente distinta con la sociedad. De ahí que lograrlo sea un resultado excepcional. El punto central del capítulo, sin embargo, es afirmar que la fuerza del Estado democrático no estriba en lograr consensuar a sus ciudadanos, sino procesar el disenso entre ellos en el sentido de resolverlo legal y pacíficamente (p. 261). En la medida, entonces, en que el Estado utiliza medios ilegales e ilegítimos para mantenerse en el poder, no muestra fuerza sino debilidad, y provoca actos ilegales por parte de los inconformes. En esto, Torres Rivas se acerca a los autores que han definido al poder del Estado no como poder de coerción sino capacidad de mantener un orden social y político sin tener que recurrir al uso de la violencia, salvo en circunstancias excepcionales.

El último capítulo es un recuento resumido de cómo y por qué el proceso revolucionario fue victorioso en Nicaragua, pero fracasó en El Salvador y Guatemala, mismo que se articula sobre las reflexiones que lo preceden. Mientras los capítulos anteriores aportaban elementos muy ricos para el estudio de la relación entre Estado y sociedad en cualquier país de América Latina (es decir, en contextos donde la modernidad se juntó con la desigualdad tanto política como económica), este último capítulo ofrece una aplicación más fina que sólo se refiere a CA e interesará prioritariamente a los estudiosos de esta región.

En conclusión, este libro es lectura obligatoria para los lectores interesados en poner orden en el viejo desván de conceptos como oligarquía, clase, masas y explotación, y en expresar  situaciones históricas reales y vividas con conceptos frescos y sugerentes.  


[1] Nota del reseñador: CA no es la única región que no superó la oligarquía. en Colombia y en el Perú, por ejemplo, tampoco se superó plenamente la fase oligárquica, hasta 1968 para el Perú, y hasta hoy para Colombia.

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