En Revoluciones sin cambios revolucionarios,
Edelberto Torres Rivas nos habla, en un conjunto articulado de ensayos (cómo él
lo expresa, p.1) de sus reflexiones
sobre la trayectoria histórica de Guatemala, El Salvador y Nicaragua, los tres
países de América Central en los que las luchas revolucionarias estuvieron
cerca de transformar radicalmente la
distribución de los recursos entre las elites y las masas, y las reglas del
ejercicio del poder político. El autor construye y ahíla conceptos que son
claves en cualquier análisis de la formación histórica de la relación entre
Estado y sociedad en América Latina, utilizando a los países de referencia como
casos con sus especificidades propias, a
la vez que dejando espacios para que el lector entrevea otras
aplicaciones en la América Latina de la post- independencia y post-revolución.
Aquel
procedimiento ensayista es viejo como el mundo, pero no todo el mundo lo
utiliza con la destreza y la elegancia intelectual de Edelberto Torres Rivas en
este libro. A esto se agrega la libertad total que se toma para crear
categorías analíticas felizmente iconoclastas, dejando a un lado las muy
desgastadas dicotomías del marxismo o de la teoría de la modernización, y
permitiendo que miremos con lentes inhabituales la realidad histórica de
América Central (AC) y más allá.
El primer golpe
a los viejos conceptos es dado cuando al término de oligarca se apende la
noción aparentemente contradictoria de ‘burgués’, significando que la
oligarquía no es una condición fija sino que evoluciona históricamente. En AC,
escribe el autor, “una fracción [de la oligarquía] hunde sus raíces en la
explotación de la mano de obra, y otra se traduce en el control sobre el
capital, vinculándose con el mundo financiero de manera más “moderna” (p. 49).
Esta plasticidad explicaría la longevidad excesiva de la oligarquía que, no
pudo superarse hasta la segunda mitad del siglo XX.[1]
Pero en AC, la burguesía finquera no desempeñó muy hábilmente su papel
histórico: es cosechadora del café, dejando que la burguesía industrial
(mayoritariamente de origen extranjero) se lleve la mayor parte de la
plusvalía. Tampoco ha sabido hacerse dueña de la producción bananera que dejó a
la United Fruit, ni administrar los ferrocarriles y los puertos. Sin embargo,
esa oligarquía tiene poder porque controla a la población y al Estado (pp.
47-49). En esta vena, vale la pena citar en el texto:
La hacienda no es sólo mucha tierra. Fue el
resultado nuclear de la nación emergente, y el fundamento del poder de la clase
dominante, el horizonte cultural para el mozo colono, ...; fuente y límite para
la identidad campesina/indígena, cárcel y sitio de castigo y también lugar de las
fiestas religiosas tradicionales; destino vitalicio por las ataduras
serviles hereditarias y expresión del imaginario bucólico para cierta
literatura costumbrista (p. 51).
El poder
oligárquico tiene una temporalidad distinta para distintos países. Para CA,
escribe Torres Rivas, “el sistema oligárquico liberal perdura porque la
modernización parcial del sistema agrario exportador y la diversificación
industrial no son contradictorios... con las relaciones de dominio político”
(p. 68). Dicha oligarquía se fue desdibujando paulatinamente frente al
surgimiento de nuevos centros de poder económico, pero logró conservar su estilo propio de dominación política (p.
51).
¿Qué implicaron
estos cambios para las formas de poder que se ejercieron en AC? Lejos de encaminar
CA hacia la democracia, ellos “reforzaron el control autoritario, la actividad
de las instituciones represivas, el predominio de la institución militar” (p.
79), produciendo, además el discurso anticomunista que “ideologizó las
diferencias políticas” (p. 79). Los síntomas del cambio del sistema fueron la
“pérdida de la unanimidad del orden oligárquico (p. 80) y el surgimiento de las
luchas por la democracia y por la tierra por parte de los sectores medios. Este
cambio fue percibido por el orden oligárquico como una amenaza que éste
enfrentó con el terrorismo de Estado que a su vez estimuló la respuesta
guerrillera (p. 80).
El libro plantea
también la vieja pregunta que la teoría de la modernización no supo contestar:
¿por qué la modernidad, en CA, no trajo la democracia y un reparto menos
inequitativo de los recursos? En AC, escribe el autor, el tándem
oligarquía-militarismo jamás fue superado, siendo las demandas de mayor
democracia y mayor justicia social percibidas como una amenaza mortal, y luego
subversiva, que había que destruir por todos los medios, principalmente el
terrorismo estatal, tolerado e implícitamente aprobado por los Estados Unidos
como estrategia para ganar la guerra fría.
En el capítulo
III, Torres Rivas dialoga con Marx cuando define al “pueblo” como “un colectivo que expresa, en condiciones
históricamente especiales, una manera de articular intereses sociales diversos,
pero no contradictorios “ (p. 180, cursivas en el texto) que incluye a los
sectores medios o pequeña burguesía. Ese actor es capaz de enfrentarse a la
minoría dominante en momentos de unanimidad. Ergo, la oligarquía no se enfrenta
al “campesino”, sino al “populacho” (sic), mientras que algunos sectores de las
clases subalternas pueden aliarse con la oligarquía (p. 181).
En el mismo capítulo, el libro
plantea dos preguntas fundamentales para los estudiosos de los procesos
revolucionarios: “Por qué tanta y tan prolongada violencia del Estado contra
una parte importante de la población civil, ajena al entrevero de la política?
[y] ¿Cómo explicar la extraordinaria capacidad de martirio, especialmente entre
jóvenes, suplicio reiterado y múltiple, muchas veces evitable y en ocasiones,
sin sentido?” (p. 213) Para buscar la respuesta, el autor ofrece cinco claves,
explicitando cada una de ellas: 1) los orígenes históricos como herencia del
presente; 2) el Estado y sus rasgos terroristas: 4) el terror rojo (que también
existió); y 5) los estímulos guerreros del exterior.
La tesis
presentada en el capítulo IV, hoy ampliamente compartida, es que “los
movimientos revolucionarios no sólo son una respuesta a duras situaciones de
explotación económica sino también a formas excesivas de subordinación política
en contextos no modernos, y a cambios sorpresivos en ambos terrenos” (p. 254)
En otras palabras, la opresión política no necesariamente confluye con la
económica, y la dinámica de las revoluciones
se sitúa en la relación entre Estado y sociedad en contextos tanto no
democráticos como no modernos (p. 255).
Un punto
importante que nos recuerda el autor es que para considerarse revolucionario,
un movimiento debe buscar destruir el poder estatal y sustituirlo por otro con
una relación radicalmente distinta con la sociedad. De ahí que lograrlo sea un
resultado excepcional. El punto central del capítulo, sin embargo, es afirmar
que la fuerza del Estado democrático no estriba en lograr consensuar a sus
ciudadanos, sino procesar el disenso entre ellos en el sentido de resolverlo
legal y pacíficamente (p. 261). En la medida, entonces, en que el Estado
utiliza medios ilegales e ilegítimos para mantenerse en el poder, no muestra
fuerza sino debilidad, y provoca actos ilegales por parte de los inconformes.
En esto, Torres Rivas se acerca a los autores que han definido al poder del
Estado no como poder de coerción sino capacidad de mantener un orden social y
político sin tener que recurrir al uso de la violencia, salvo en circunstancias
excepcionales.
El último capítulo es un recuento resumido
de cómo y por qué el proceso revolucionario fue victorioso en Nicaragua, pero
fracasó en El Salvador y Guatemala, mismo que se articula sobre las reflexiones
que lo preceden. Mientras los capítulos anteriores aportaban elementos muy
ricos para el estudio de la relación entre Estado y sociedad en cualquier país
de América Latina (es decir, en contextos donde la modernidad se juntó con la
desigualdad tanto política como económica), este último capítulo ofrece una
aplicación más fina que sólo se refiere a CA e interesará prioritariamente a
los estudiosos de esta región.
En conclusión,
este libro es lectura obligatoria para los lectores interesados en poner orden
en el viejo desván de conceptos como oligarquía, clase, masas y explotación, y
en expresar situaciones históricas
reales y vividas con conceptos frescos y sugerentes.
[1] Nota del reseñador: CA no es la única región que no superó la
oligarquía. en Colombia y en el Perú, por ejemplo, tampoco se superó plenamente
la fase oligárquica, hasta 1968 para el Perú, y hasta hoy para Colombia.
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